Juan de Mariana, hoy poco conocido popularmente salvo en los ambientes universitarios y de investigación, fue un importante y célebre intelectual de su época. Básicamente historiador y teólogo, también dedicó parte de sus trabajos a lo que hoy llamaríamos filosofía política. Jesuita desde muy joven, vivió dedicado al estudio y, con un punto de malhumor en su carácter mezclado con firmeza en sus principios, no estuvo libre de enredos y conflictos.
De entrada su vida resultó algo complicada por dónde y cómo nació. Juan de Mariana fue hijo de un deán (canónigo que preside el cabildo de la catedral), Juan Martín, y de Bernardina Rodríguez, un hijo por tanto bastardo o ilegítimo, circunstancia que le acarreó muchas humillaciones a lo largo de su vida. Hay quien advierte que ese nacimiento “fuera de la ley” fuese uno de los motivos de su carácter siempre retraído. Cuentan sus biógrafos el detalle de que, con setenta y tres años y siendo autor famoso, se describiese a sí mismo en una carta al papa como “hombre de ínfima condición”.
Aunque los acontecimientos externos de su vida apenas ofrecen nada singular pues más allá de una larga rutina no hay grandes relatos que contar, sin embargo, a consecuencia de sus escritos, estuvo en líos prácticamente toda su larga vida. Entró en la Compañía de Jesús, recientemente creada, a los diecisiete años, siguiendo la formación establecida ordinaria de estudio. Pero su precocidad intelectual y la fama que desde muy joven se originó en torno a su inteligencia y sus dotes intelectuales, provocó que a los veinticuatro años fuese llamado a Roma a explicar teología. En esa tarea, pasó allí cuatro años, luego dos en Sicilia y después en la Universidad de París. Pero a los treinta y ocho años abandonó ese tipo de vida y se retiró a la sede de los jesuitas de Toledo donde vivió dedicado al estudio los cincuenta años restantes que vivió.
(Los estudiosos de su obra y de su vida manifiestan su sorpresa de que una persona que a los veinticuatro años había sido llamado para enseñar en el colegio más importante que la Compañía de Jesús tenía en el mundo, y que después había sido brillante profesor en la Universidad de París, ya a los treinta y siete decidiese apartarse de todo ese mundo intelectual para encerrarse en Toledo, que no era lo que había sido, y dedicarse al estudio y la reflexión. ¿Tal vez un problema de salud?, ¿su carácter misántropo y huidizo?, ¿su afición al estudio?).
Había nacido en Talavera de la Reina en 1536 (reinaba en ese momento el emperador Carlos I) y murió, como se ha dicho, en Toledo, 16 de febrero de 1624, con Felipe III.
El padre Juan de Mariana, que siempre compuso en latín siendo normalmente él mismo el que luego traducía sus textos al castellano, escribió, además de relaciones a consultas de la Inquisición, tres obras fundamentales.
La primera es su gran “Historia General de España”, sin duda la que más se ha leído y que le ha dado más renombre. Una larga narración que abarca hasta la muerte de Fernando el Católico, porque, según sus palabras, "no me atreví a pasar más adelante y relatar las cosas más modernas, por no lastimar a algunos si decía la verdad, ni faltar al deber si la disimulaba". La obra, aunque en muchos casos es citada como una fuente fiable de lo que pasó, siempre ha sufrido dos críticas de mucho relieve. La primera es falta de credibilidad por aceptar como hechos históricos gran número de mitos y leyendas que la crítica histórica rechaza: ha de tenerse no obstante en cuenta, aparte de otras circunstancias como la mentalidad de la época, el avance que se ha producido en los últimos tiempos en los instrumentos a disposición de la historiografía. También se le ha censurado que mezcla la exposición de los acontecimientos con muchas reflexiones morales y filosóficas, lo que sin duda es verdad. La Historia está tan sobrecargada de indicaciones filosófico-morales porque su propósito siempre fue una tarea moralizante y por eso hay quien ha asegurado que más que historia lo que ha hecho ha sido historiografía. De todas maneras se sigue leyendo y estudiando con interés por “su aliento vigoroso y su brillante estilo literario le hacen uno de los clásicos de la lengua castellana”.
Una segunda obra de interés y que le acabó ocasionando muchos problemas lleva como encabezamiento “Siete tratados” y en verdad toca temas muy variados, la mayoría sobre aspectos teológicos y bíblicos. Pero el que suscitó la atención pública y es el verdaderamente importante es el cuarto, titulado “La alteración de la moneda”. En él, además de explicar algunas reflexiones económicas que podrían entenderse como un anticipo de defensa del liberalismo (como doctrina política y, por tanto, económica, Mariana se inclinaba a abrir una puerta contra todo lo que pudiera suponer control excesivo del gobierno) denunciaba a su soberano, Felipe III, por robar al pueblo y dañar al comercio mediante la degradación del cobre acuñado que “además se añadía a la crónica inflación de precios de España al aumentar la cantidad de dinero en el país. Mariana apuntaba que la degradación y la intromisión del gobierno en el valor de mercado de la moneda sólo podían causar graves problemas económicos”.
“...no se pueden poner nuevos pechos (impuestos) sin la voluntad de los que representan al pueblo (la Cortes)”; (...) que el rey puede mudar la moneda cuanto a la forma y cuños, con tal que no la empeore de como antes corría. (...) por lo cual, como sea sin daño de sus vasallos, podrá dar la traza que por bien tuviera… mas si aprieta alguna necesidad como de guerra ó cerco, la podrá por su voluntad abajar con dos condiciones: -la una que sea por poco tiempo; -la segunda, que pasado el tal aprieto, restituya los daños a los interesados.” “...el príncipe no es señor, sino administrador de los bienes de los particulares, y no les podrá tomar parte de sus haciendas, como se hace todas las veces que se baja la moneda, pues les dan por más lo que vale menos.”.
Después de párrafos como los recogidos y otros del mismo jaez o incluso de expresión más dura, parece lógico que el libro causara una inmediata persecución por parte de las autoridades españolas. La Inquisición le procesó y en septiembre de 1609 fue preso y conducido al convento de San Francisco de Madrid. Mariana tenía setenta y tres años, pero mostró firmeza durante el proceso, reconoció que era el autor de los siete libros publicados en Colonia y no se retractó de nada de lo que allí estaba escrito. Tras un año de reclusión en el convento y de haberse comprometido a no reimprimirlo sin hacer en él ciertas correcciones, fue puesto en libertad sin condena y regresó a Toledo.
Pero el libro que ha suscitado, y aún suscita, la mayor atención, y que también le trajo complicaciones, es el que se ha titulado en la traducción al castellano: “Del rey y de la institución monárquica”, en el que expone cómo ha de ser una monarquía, cuáles son los deberes del rey, cómo ha de subordinarse como cualquier vasallo a la ley moral y al estado y cómo debe ser educado. También analiza qué tipo de gobierno es preferible y propone como máximo valor de un monarca la virtud cardinal de la prudencia, tratando siempre de evitar que los impuestos asfixien a las clases productoras del país.
Pero donde radica su fuerza y la actualidad de su pensamiento es en la defensa del “tiranicidio”, en la capacidad y derecho que tiene un pueblo para matar a su rey en el momento en que deja de serlo y se convierte en tirano, una doctrina que ya aparecía, aunque con otros matices, en pensadores cristianos como Tomás de Aquino. Convencido de que el mejor sistema de gobierno es la monarquía, sin embargo, estando aún en el Antiguo Régimen, Mariana se opone a que la fuente del poder y la soberanía procediesen de derecho divino. En un estado de naturaleza, el pueblo conserva, aseguraba, su poder político que tenía derecho a reclamar en cuanto el rey abusara de él, además retenía poderes vitales como los impuestos, el derecho de veto a las leyes y el derecho a determinar la sucesión si el rey no tenía heredero.
Que el pueblo podía matar con justicia a un tirano había sido una doctrina habitual desde hacía mucho tiempo, pero Mariana la desarrolló mucho más. Amplió la definición de tiranía: un tirano era cualquier gobernante que violara las leyes de la religión, que dictara impuestos sin consentimiento del pueblo o que impidiera una reunión de un parlamento democrático. Y defendió que cualquier ciudadano individual podía asesinar justamente a un tirano y podía hacerlo por cualquier método. Y reconoció que el asesinato no requería ningún tipo de decisión colectiva de todo el pueblo. “En realidad, Mariana no pensaba que un individuo pudiera realizar un asesinato a la ligera. Primero, debería de reunir al pueblo para tomar esta decisión crucial. Pero si eso fuera imposible, debería al menos consultar a algunos “hombres graves y eruditos”, salvo que el clamor del pueblo contra el tirano sea tan manifiesto que la consulta sea innecesaria”. Justo al contrario de la opinión de Maquiavelo, sería saludable que los gobernantes temieran al pueblo y se dieran cuenta que un error hacia la tiranía podría hacer que la gente les pidiera cuentas de sus crímenes. (El libro fue quemado públicamente en Francia por orden del parlamento).
Añadimos para el lector interesado la descripción literal que hace Mariana del tirano:
Debe, en primer lugar, el poder de que disfruta, no a sus méritos ni al pueblo, sino a sus propias riquezas, a sus intrigas o a la fuerza de las armas; y, aun habiéndolo recibido del pueblo, lo ejerce violentamente, tomando por medida de sus desmanes, no la utilidad pública, sino su propia utilidad, sus placeres y sus vicios. Preséntase en un principio blando y risueño, afecta querer vivir con los demás bajo el imperio de unas mismas leyes, procura engañar con su suavidad y su clemencia, mas sólo con la dañada intención de robustecer, en tanto, sus fuerzas y fortificarse con riquezas y con armas, como sabemos por la historia que hizo Domicio Nerón, príncipe excelente durante los cinco primeros años de su imperio. Asegurado ya, cambia enteramente de política y, no pudiendo disimular por más tiempo su natural crueldad, se arroja como una fiera indómita contra todas las clases del Estado, cuyas riquezas saquea movido por su liviandad, por su avaricia, por su crueldad y por su infamia. No hicieron otra cosa aquellos monstruos que en los primeros tiempos de la historia se nos presentan envueltos en una red de fábulas; los Geriones de España, el Anteo de la Libia, la hidra de la Beocia, la quimera de la Licia, monstruos para cuya muerte apenas bastó la industria y el valor de grandes héroes. No pretenden esos tiranos sino injuriar y derribar a todos, principalmente a los ricos y a los buenos, para ellos cien veces más sospechosos que los malos, pues temen siempre menos sus propios vicios que la virtud ajena. Así como los médicos se esfuerzan en expeler los malos humores del cuerpo con jugos saludables, trabajan ellos por desterrar de la república a los que más pueden contribuir a su lustre y su ventura. Caiga todo lo que está alto, dicen para sí, y procuran la satisfacción de sus deseos, sino de un modo manifiesto y apelando a la fuerza, con malas mañas, con secretas acusaciones, con calumnias. Agotan los tesoros de los particulares, imponen todos los días nuevos tributos, siembran la discordia entre los ciudadanos, enlazan unas con otras las guerras, ponen en juego todos los medios posibles para impedir que puedan sublevarse los demás contra su acerba tiranía. Construyen grandes y espantosos monumentos, pero a costa de las riquezas y gemidos de sus súbditos. ¿Creéis, acaso, que tuvieron otro origen las pirámides de Egipto y los subterráneos del Olimpo en Tesalia? Ya en las sagradas escrituras leemos que Nembrot, el primer tirano que ocupó la tierra, emprendió, para fortificarse y extenuar a sus súbditos, la construcción de una torre elevadísima, imponente por sus cimientos y aún más imponente por su mole, torre que pudo dar muy bien lugar a la fábula de los griegos, según los cuales deseando los gigantes destronar del cielo a Júpiter, amontonaron montes sobre montes en Flegra, campo de la Macedonia. ¿Creéis tampoco que Faraón se llevaba otro objeto cuando obligaba a los hebreos a edificar ciudades en Egipto? ¿Con qué otro objeto podía hacerlo que con el de que, domado y abatido por los males, no aspirase a la libertad aquel triste y desgraciado pueblo?
Sepa, sin embargo, el tirano que ha de temer a los que le temen, que puede muy bien encontrar su ruina en los mismos que le sirven como esclavos. Suprimida toda clase de garantías, desarmado el pueblo, condenados los ciudadanos a no poder ejercer las artes liberales, dignas sólo de los hombres libres, ni a robustecer el cuerpo con ejercicios militares, ni a fortalecer de otro modo el ánimo, ¿cómo podrá al fin sostenerse? Teme el tirano, teme el rey; pero teme el rey para sus súbditos, y el tirano teme para sí de sus vasallos; teme que los mismos que gobierna como enemigos lleguen a arrebatarle su gobierno y sus tesoros. No por otra razón prohíbe que el pueblo se reúna; no por otra razón le prohíbe hablar de los negocios públicos, quitándole, que es ya hasta donde puede llegar la servidumbre, la facultad de hablar libremente y la de oír, la facultad de poder quejarse en medio de los hondos males que le afligen. Como no tiene confianza en sus súbditos, busca su apoyo en la intriga, solicita cuidadosamente la amistad de los príncipes extranjeros a fin de estar preparado a todo evento, compra guardias de otros pueblos de quienes, por ser como bárbaros, se fía, muéstrase pródigo para los soldados mercenarios, en los que cree ha de encontrar su escudo. En tiempo del emperador Nerón, dice Tácito, divagaban por las plazas, por las casas, por el campo, por las cercanías de las ciudades soldados de a pie y de a caballo mezclados con los germanos, en quienes por ser extranjeros confiaba sobre todo el Príncipe.
No hay más que abrir la historia para comprender lo que es un tirano. Tarquino el soberbio fue, según dicen, el primer rey de Roma que dejó de consultar al Senado. Gobernó la república por consejo propio, concluyó y rescindió por sí y sin anuencia del pueblo tratados de guerra, de paz, de alianzas ofensivas y defensivas con los reyes y naciones que mejor le plugo. Concilióse, principalmente, el favor de los latinos por creerse, como dice Livio, más seguro entre esas tropas extranjeras que entre sus mismos ciudadanos. Mató, según afirma este mismo autor, a los principales padres de la patria sin poner otros en su lugar a fin de que, cuanto menores en número, más desprecio inspirasen a la generalidad del pueblo; llamó a sí el conocimiento de todos los negocios capitales, cosas todas muy características y propias de un tirano. Mas ¿para qué hemos de decir más? Trastorna un tirano toda la república, se apodera de todo sin respeto a las leyes, de cuyo imperio cree estar exento; mira más por sí que por la salud del reino, condena a sus ciudadanos a vivir una vida miserable, agobiados de toda clase de males, les despoja a todos y a cada uno de sus posesiones patrimoniales para dominar solo y señor en las fortunas de todos. Arrebatados al pueblo todos los bienes, ningún mal puede imaginarse que no sea una calamidad para sus súbditos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario