EXPULSIÓN DE LOS JUDÍOS


El principio de una triste historia.

EL  JUDÍO  ERRANTE.

     Como si una maldición eterna hubiese caído sobre ellos, desde el principio los judíos tuvieron problemas territoriales.  Hasta donde se conoce de la antigüedad, nunca fueron un pueblo normal asentado en su territorio y enraizado en un hábitat del que tomaran su cultura y su civilización. Por una u otra razón siempre estuvieron con la casa a cuestas, buscando dónde poder cobijarse, dar descanso a su espíritu y enterrar a sus muertos de una vez por todas.
     Habían estado en Egipto de donde le sacó Moisés y fueron cautivos en Babilonia.  Pero la situación se les complicó definitivamente en el año 70 cuando los romanos completaron su conquista, destruyeron el templo y los obligaron a emigrar y vivir por el mundo. Es lo que los libros llaman la dispersión o la diáspora, una tragedia poco frecuente y desde luego singular.
     Tal vez ese sea uno de los motivos por los que el éxodo judío nunca ha dejado de interesar ni a los intelectuales ni a la opinión pública con una obsesión permanente y casi neurótica. Y como si esa maldición fuera real y aun siguiera vigente, todas las generaciones pasadas y presentes se siguen preguntando qué pasa con ese pueblo que casi siempre aparece como víctima de los demás, a veces verdugo, pero en todos los casos como protagonista de la historia. La cuestión judía, si es que existe, no está resuelta.
     Y en el caso de España la fijación es más sorprendente porque si bien se mira, el tema ni siquiera quedó resuelto después de la expulsión, a pesar de que es opinión común que su cultura apenas dejó huella y no ha aportado demasiadas cosas como colectivo. Una situación que contrasta con la de los moriscos, que desaparecieron del todo cuando fueron expulsados tras la rebelión de las Alpujarras. Y eso que la cultura árabe se percibe y se huele en el lenguaje y en las costumbres españolas.  La otra minoría étnica integrada en España, los gitanos, nunca han tenido especial protagonismo como grupo.

La emigración.

     Por muy bien que sea recibida cualquier comunidad emigrada, siempre es triste y agobiante el desamparo en que se encuentra. Las dificultades de convivir fuera de su sitio, con otra gente y otras costumbres, una forma diferente de ver la vida y a veces un idioma distinto, producen desagrado y deterioro de su manera de ser y pueden afectar a su coherencia como grupo que ve el peligro de perder lo que lo identifica y acabar diluido en la cultura dominante. Y si además la reacción que provoca entre sus nuevos vecinos es hostil, el quebranto es mayor y tiene más posibilidades de desaparecer como grupo no sólo por la presión externa de esos códigos culturales del pueblo en que viven, sino porque la propia supervivencia exige una comodidad mínima para vivir aunque suponga desgastar el carácter y las tradiciones que se diluyen poco a poco.  Algo que ha pasado y pasa en la historia a muchas culturas que han quedado atrapadas y cuyos restos sólo permanecen como recuerdo histórico.
     Pero en otros casos las condiciones difíciles producen el  efecto contrario. Sus miembros se agrupan con más fuerza para resistir mejor esas presiones y sólo los más tibios se contaminan del nuevo ambiente. La mayor o menor capacidad de resistencia de un grupo social es proporcional a la fuerza que tengan las razones y los vínculos que cohesionan su cultura. En el caso de los judios les ha unido una creencia de tipo religioso, el armazón de un conjunto internamente coherente de valores sobre Dios, el mundo y los hombres, unas vivencias básicas, que mantuvieron durante toda la dispersión por el mundo.  Sin embargo reduplicar estas creencias para reforzarse a sí mismo y evitar la contaminación con el mundo exterior tiene el peligro de convertir a la comunidad en algo separado, en un ghetto que es una forma de autolimitarse y encerrarse en sí mismo. Los judíos, minoría allá por donde pasaron, decidieron practicar dentro de su propia comunidad un sistema de censura ideológica que les mantuviera unidos. Y como ocurre a los colectivos que emigran a otro país y a otra cultura, vivieron agrupados en torno a una calle o a un barrio, mucho antes que la persecución de la mayoría les obligara a ello.
     El hecho además de no tener un sistema de jerarquía personal única para toda la comunidad mundial de creyentes, como ocurre, por ejemplo, en la iglesia católica, que sea fuente de verdad y punto de referencia, les forzó a asegurar con más interés sus propias convicciones para no ser absorbidos por las culturas de los países donde han habitado. Esta falta de referente único lleva, como a todo grupo de esas características, a cuidar más de la ortodoxia. Una comunidad es tanto más conservadora cuanto menos confianza tiene en sí misma y menos segura se encuentra frente a los enemigos de fuera, algo que es a su vez proporcional al empuje exterior que viene de la cultura dominante.
     Los judíos han sido siempre, fuera de su tierra, una minoría marginada y tolerada como cualquier otra pero a la que se ha creído poderosa y por ello se ha culpado de todos los males.

La llegada a España.

     Conocer, al menos aproximadamente, la fecha en que llegaron a España los primeros judíos, antepasados por tanto de los que fueron expulsados, no es sólo un trabajo de interés especulativo sin incidencia en la vida práctica de cada dia, sino algo muy importante porque en ello está en juego un título de su legitimidad histórica como españoles. Y no sólo porque la antigüedad es siempre un mérito, que ya es bastante, sino por la necesidad que tiene cualquiera para justificar que forma parte de un pueblo y que también es propietario de la tierra donde vive. Si los judíos llegaron a España antes, por ejemplo, que los visigodos y éstos son ciudadanos de pleno derecho, los judíos argumentan razonablemente que no hay motivo alguno para considerarlos extranjeros. Es la misma posición que mantuvieron los árabes cuando fueron expulsados de España. Quienes tenían generaciones de ocho siglos viviendo aquí, no entendían que no se les considerara españoles de la misma forma que a los castellanos. Por eso los cronistas hebraicos pujan por encontrar raíces remotas de su llegada a nuestro país. Sin embargo unos y otros siempre fueron considerados extranjeros. 
     Además este asunto de la fecha, de confirmarse una antigüedad remota, podría producir una consecuencia de trascendental importancia en su defensa. Porque si se les acusaba de la muerte de Jesús pero se podía demostrar que para entonces ya vivían en España, no podía hacérseles responsables de ese delito y la más grave acusación que pesaba sobre ellos, quedaba sin efecto.  La primera gran dispersión de judíos por el mundo había sido en el siglo VI antes de Cristo cuando Nabucodonosor destruyó el templo de Salomón y los había llevado cautivos a Babilonia.  A raiz de esto, muchos grupos se habían extendido por todo el mundo y habían formado las primeras comunidades judías.  El otro momento importante había sido en la fecha citada del año 70 por la conquista de los romanos. Se trataba en este caso de acreditar documentalmente o bien que habían llegado cuando lo de Babilonia o en cualquier momento después pero en todo caso antes de la pasión y muerte de Jesús. De esta forma habrían sido camaradas de religión los responsables pero los españoles, los que vivían en aquí, no tenían ninguna culpa de la fechoría que hicieron los de Jerusalem. Y por eso los judíos de Toledo les escribieron  pidiéndoles cuentas de lo que habían hecho y reprochándoles su mala acción.  Era una forma de desligarse pública y oficialmente del delito de deicidio.
     Los propios visigodos, que según la tradición hebraica, llegaron a España más tarde, les plantearon las primeras dificultades, especialmente después de que el rey Recaredo se convirtiera al cristianismo, aunque hubo oscilaciones y unas veces estuvieron más tranquilos pero otras los reyes dedicaron gran parte de su tiempo a una política antijudía.  Si un esclavo de un judío es circuncidado, queda automáticamente en libertad; Aquel que da trabajo a un judío o tiene tratos con ellos, es anatema como profano y como sacrílego; Para evitar que los niños reciban el mal ejemplo de sus mayores, los hijos de los judíos deben ser arrancados a sus padres y entregados a instituciones cristianas para que les eduquen en la verdad. Estas son algunas de las disposiciones vigentes en la época, entre las que son más significativas. Pero en especial ésta última es extremadamente cruel y recuerda otras similares tomadas con minorías étnicas esclavizadas. Incluso se produjo en la época de Sisebuto la primera expulsión bajo la alternativa del destierro o la conversión.

…………………………Cuadro………………….…………
     La edad media, a la que se ha adjudicado la competencia casi exclusiva de la fabricación de leyendas, cuando esa es una agradable tentación que afortunadamente permanece, inventó la del judío errante, un personaje simbólico, condenado a caminar siempre de un lado para otro sin descanso hasta el final de los tiempos. Según los cronistas, anda por todo el mundo pero donde se le ha vista de vez en cuando es en Europa, con el nombre de José y con cinco monedas que se le reponen en el momento en que se terminan.  Algunos protagonistas medievales aseguran haber hablado y comido con él.
      La leyenda tuvo diversas variantes. Para unos fue Malco, un ayudante de Poncio Pilatos, que pegó una bofetada a Jesucristo. En otras variaciones fue un judío de la tribu de Leví que se negó a darle un vaso de agua mientras el suplicio, por miedo a quedar mal con los romanos.  Y también hay quien dice que fue un portero del pretorio que se llamaba José.  En todos los casos se trata de alguien que personifica el desprecio y la mala voluntad de los judíos con Jesús, que permitieron su crucifixión y muerte. El judío errante es el pueblo judío responsable subsidiario de esos trágicos acontecimientos que acabaron en el pecado más grave que se puede cometer como es el deicidio, la muerte de Dios. Y la edad media con la palabra está maldiciendo a quien no puede encontrar ni casa ni fuego doméstico.
………………………………………………………………………………….

Las grandes persecuciones

FERNANDO  MARTÍNEZ

     La coincidencia de varias culturas en el tiempo y en el espacio no puede calificarse sin más como convivencia porque para que pueda decirse que varios grupos sociales de ideología diferente conviven juntos, son necesarias unas condiciones que no siempre se dan por el hecho de coexistir.  Es imprescindible, entre otras cosas, que haya colaboración y existan unos objetivos comunes por mínimos que sean, que en las relaciones de poder entre mayorías y minorías no se den grandes desequilibrios y que todos participen  de ese único proyecto. Por ello es prudente precisar la opinión sin matices de que en la España de la edad media se practicaba la tolerancia y la convivencia de las llamadas tres culturas, de las tres comunidades de religión monoteísta, cristianos, judíos y musulmanes, y que nuestro país era un modelo que muchos nostálgicos piensan se ha perdido después.
      Los conceptos de toleraNcia y respeto, tal como hoy los entendemos, pertenecen a la época moderna y tienen sus raíces en el siglo XVIII cuando la razón empezó a alcanzar protagonismo y atemperó los fervores dogmáticos medievales. En todo caso lo anticiparon algunos intelectuales españoles del siglo XVI que con el derecho de gentes empezaron a defender el valor del ser humano en cuanto tal y por encima de toda ideología, un debate que no se originó precisamente con ocasión de las minorías que vivían en España, moriscos, judíos o gitanos, sino por el descubrimiento de los indios de América, que casualmente estaban lejos, más allá del mar, y con los que no había necesidad de convivir. Pero durante la edad media, mientras se gestaba el decreto de expulsión de los judíos, no se dieron condiciones objetivas que permitieran pensar de esta manera.
     Para que haya respeto, el fanatismo tiene que dejar de ser una virtud y hay que olvidarse de que la verdad absoluta debe ser impuesta por cualquier procedimiento a los infieles que o no la conocen o la rechazan porque la tolerancia no sólo es una práctica sino una doctrina del mundo y del hombre que los medievales no llegaron a intuir.  La Iglesia católica ha quitado sólo hace unos años de su liturgia una oración por los pérfidos judíos. Una cosa es una minoría tolerada y con derechos limitados y otra el concepto moderno de democracia. Las mal llamadas épocas de tolerancia, porque quizá no haya otra palabra más apropiada, eran períodos en los que la rutina, la burocracia o algún interés muy concreto relajaban el ambiente y pisoteaban con menos fuerza el cuello de los judíos pero ni se derogaban las leyes antihebraicas ni se hacían ejercicios de confraternización.

Los emperejilados

     Por esas circunstancias la actitud de los responsables políticos con respecto a los judíos no se ha mantenido uniforme a través de la historia sino que ha habido oscilaciones en el mayor o menor rigor aunque siempre, incluso en épocas de relajamiento, sobre la desconfianza y la desazón. Si los judíos, se ha dicho hasta la saciedad, han sido capaces de matar a Dios y siguen contumaces ante la verdad y la evidencia de su error, nada bueno puede esperarse de ellos. Cuenta el Antiguo Testamento que cuando los israelitas iban por el desierto y les llovía el maná del cielo, Moisés les ordenó que no guardaran comida para el día siguiente pero por la desconfianza que les es natural, incumplieron este mandato divino, ocultando a los ojos de Dios lo que les sobraba: Esta historia les fue restregada más de una vez, con el argumento de que si habían sido capaces de engañar directamente a Dios, qué no harían con los hombres.
     En esas alternancias históricas de tolerancia y persecución a muerte o conversión, la llegada a España de los árabes fue un período de extraordinaria tranquilidad, salvo incidentes aislados y apenas significativos. Fue el fanatismo religioso de los almorávides primero y de los almohades después el que hizo renacer la persecución y las condiciones de vida difícil. En el bando cristiano las cosas tampoco estuvieron muy mal.  Pero incluso en este caso la presencia de los judíos se legitimaba como mal menor y sólo en la esperanza de que en contacto con los cristianos acabaran por convertirse. Así lo acordaron los papas y los reyes, estableciendo para los judíos una dependencia directa de los monarcas como una minoría extranjera protegida y no como ciudadanos españoles.  Esta dependencia fue muchas veces su salvación, cuando aparecían las dificultades, por el principio de que lo que el rey protege personalmente, es intocable. Sin embargo la desviación ideológica, la heterodoxia religiosa fue un delito social y por tanto punible. Por el contrario en Europa las cosas les iban bastante mal.  Y las primeras expulsiones se hicieron en Inglaterra y Francia en el siglo XIV aunque en esos países el movimiento social fue menos perceptible porque las comunidades eran muy inferiores en número y la salida de judíos apenas se notó. En estos tres escenarios los períodos de bonanza coincidían con momentos en los que la monarquía se encontraba más fuerte.
     Durante toda la edad media, los judíos sufrieron presiones populares con el argumento de que su gran pecado era el cinismo, la pura perfidia por su negativa permanente a aceptar que el Mesías había llegado. Y todas las demás razones eran complementarias de ésta. Si después de tantos siglos eran capaces de seguir negando la evidencia era porque su corazón encerraba la maldad más absoluta. A este delito de deicidas hay que añadir otras cosas muy importantes pero de la misma forma que en Sudáfrica antes mandaban los blancos sobre los negros y a cualquier sensibilidad razonable le parecía una barbaridad y ahora, como en todas partes, mandan los ricos sobre los pobres y ya no se habla de segregación, algo así ocurría con los judíos. No era lo mismo ser pobre que rico y había dos discursos, uno entre cristianos pobres y judíos pobres y otro entre cristianos ricos y judíos ricos. En el primer caso el debate iba por los asuntos religiosos, el miedo a que bañando a un leproso envenenaran las aguas o a que crucificaran a un niño: los judíos eran responsables incluso de la sequía y la mejor terapia era culparles de todo. Y a su vez los líderes religiosos judíos explicaban las persecuciones por el castigo de Dios a sus pecados.
     Pero arriba eran los asuntos del poder económico y político los que interesaban. Cuando los nobles enfrentados a Pedro I fueron derrotados por él, hicieron correr el rumor de que en realidad éste no era rey sino el hijo de un judio llamado Pero Gil que los reyes habían aceptado intercambiar en el momento de su nacimiento para evitar que el trono cayera en manos de la niña que era lo que en realidad había nacido de ellos. De ahí vino el nombre de los emperejilados. Y el primero en sufrir las consecuencias de esa conmoción fue Samuel ha Levi, tesorero real y judio de enorme poder social y económico.

El primer desastre

     El equilibrio inestable medieval se empezó a torcer definitivamente a partir del llamado sínodo de Zamora en 1313  cuando se inició la cuesta abajo de manera lenta pero ya irreversible hasta la expulsión definitiva.  Ya el siglo anterior se había celebrado en Barcelona un debate por todo lo alto con la participación del rey, la corte, los obispos y los teólogos más importantes del momento y aunque el respeto se mantuvo en las sesiones, las conclusiones empezaron a ser duras para los judíos a quienes se acusaba de nuevo del delito religioso de no aceptar la verdad y la evidencia. De allí salió un empeoramiento de las relaciones entre los judíos y el poder político y religioso dominante como lo prueba el hecho de que se concluyó por la jerarquía católica y del rey que los dominicos tenían derecho a predicar en las sinagogas y los judíos obligación de asistir y escucharles.
      El ambiente fue poniéndose cada vez más tenso. Y empezaron los discursos y sermones inflamatorios con acusaciones indiscriminadas contra la terquedad de los infieles, llamamientos emotivos a la conversión y calumnias infundadas. Un fraile  aseguraba que los judíos habían matado a un niño para arrancarle el corazón y comérserlo: poco tiempo después fueron detenidos y condenados los autores del hecho, un grupo de delincuentes comunes que pretendían robarle una cadena de oro que el niño llevaba encima. Pero el fraile seguía impertérrito afirmando que también el juicio era un montaje de los propios herejes. O el caso de aquel cura que decía que los conversos seguían circuncidando a sus hijos y que él tenía como prueba más de cien prepucios. Tanto insistió y tantas veces lo dijo que la noticia llegó al rey, que le exigió que se los mostrara. El predicador tuvo que confesarle el engaño.
     Se agudizaron las prohibiciones como la de que no podían hacer ruido los domingos ni siquiera dentro del ghetto para no molestar a los cristianos en sus rezos o la insistencia en que debían llevar las rodelas sobre el traje para ser identificados. Si eran sorprendidos por un cristiano llevando alhajas o joyas, éste tenía derecho a quitárselas. Su testimonio en los juicios perdía cada vez más valor. Se achicaron más las juderías con lo que aumentó el hacinamiento y la vida se les tornó extremadamente difícil.

……………….……………..Cuadro……………………………….
     Fernando Martínez, arcediano de Écija, fue un personaje siniestro que promovió, dirigió y llevó a cabo la matanza más grande de judíos que se ha dado en la historia de España.
     Utilizando en sus sermones toda clase de leyendas y calumnias, encrespó los ánimos del pueblo, formó una banda razonablemente armada e invitó a la gente a sacar de sus guaridas a los enemigos y aniquilarlos definitivamente. Llegaron denuncias al rey de su actitud y el propio obispo de Sevilla, don Pedro Gómez Barroso, amparándose en que el de Écija había dicho que el Papa no tenía jurisdicción para autorizar la construcción de una sinagoga en Sevilla, le declaró contumaz, rebelde, sospechoso de herejía, le suspendió en sus funciones religiosas y le abrió un proceso.
     La desgracia hizo que en ese momento el obispo muriera y le correspondiera a él hacerse cargo provisionalmente de la diócesis.  El día 6 de junio de 1391, junto con su banda, asaltó la judería sevillana y murieron 4.000 personas.
     La muerte y destrucción siguió luego por Córdoba, Montoro, Andújar, Jaén, y el resto de España. Los concejos trataron de defender a los judíos, que eran propiedad real, pero fue inútil su esfuerzo y todo el país se llenó de sangre.
     Por fin en 1395 fue detenido, procesado y condenado pero se desconoce la sentencia y la fecha de su muerte. El rey aragonés Juan I dio orden de que si algún ciudadano lo encontraba, lo echara inmediatamente al río Ebro.
..............................................................................

Los conversos

SANCHO  PANZA

     Al menos de manera oficial, todos los movimientos contra los judíos buscaban su conversión a la doctrina cristiana, mayoritaria y dominante en España. Y el éxito fue evidente porque a través de los años fueron muchos los que abandonaron el judaísmo bien por convencimiento o tal vez como resultado de las presiones ambientales. Cuando habían tomado la decisión y recibido el bautismo, pasaban a ser considerados judeoconversos o simplemente conversos y desde ese momento cambiaba su situación jurídica y administrativa, aparte por supuesto su consideración social, económica y política. Todas las prohibiciones, dificultades, persecuciones e inconvenientes que venían impuestos a la minoría hebraica, desaparecían y el horizonte vital mejoraba ostensiblemente. O al menos eso decían los publicistas oficiales. Y en principio era verdad. De alguien apestado e impuro, que debía llevar un signo en el vestido para que los cristianos se apercibieran de su presencia y pudieran evitarlo, pasaba a ser considerado un ciudadano libre y normal con los mismos derechos. Lo malo es que la realidad nunca es tan brillante y la conversión resolvía algunas cosas pero planteaba nuevos problemas.
     De todas formas esta transformación tan importante no podía hacerse sin más, como quien cambia de vestido. Abandonar un tipo de vida y una cultura tan antigua resultaba muy complejo. Tener que dejar la calle, el barrio, los amigos, la familia, las costumbres y hasta la gastronomía no era fácil y suponía un drama interno, una tragedia personal, por muy convencido que se estuviera de abrazar la verdadera religión. Y todo este cambio cuando había sido producto de una reflexión serena y sincera, todavía podía tener algún sentido pero si surgía con convulsiones y dudas internas, producía un desgarramiento interior del que era difícil salir. En un ambiente hostil, con demandas permanentes para el bautismo, no es sencillo saber qué había de convencimiento y qué de resultado de la presión. Al margen de consideraciones políticas, sociales, económicas o religiosas, el problema de los conversos es sobre todo una tragedia personal.
     Las consecuencias externas de estas vacilaciones se reflejaban en situaciones confusas y en un sincretismo preocupante a los amantes del orden. Y el bautismo a la fuerza tenía el inconveniente de la posible simulación.

Limpieza de sangre

     Por ese motivo los círculos del poder político y religioso se encontraron con la polémica de los conversos, quizá el asunto más importante de la cuestión judía.  Si de entre los convertidos y bautizados, no se podía distinguir a quienes realmente querían ser cristianos con sinceridad, de aquellos a los que sólo el deseo de salvar la vida o la hacienda les hacía aceptar aparentemente la conversión, las cosas de la salvación del alma se complicaban al aparecer un grupo social con nuevos y complicados problemas.  Si los conversos podían ser hipócritas y falsarios, su capacidad de hacer daño a los cristianos era terrible porque si en virtud del bautismo recibido, ocupaban puestos de responsabilidad vedados a los judíos y ejercían una fuerte influencia en los sectores dirigentes de la sociedad, su engaño perjudicaría con más saña a los que eran cristianos de verdad. Se necesitaba urgentemente buscar una fórmula o una receta que permitiera distinguir a los buenos de los malos, a los verdaderamente creyentes de los que sólo lo eran en apariencia.
     Pero encontrar esa regla tenía sus dificultades porque cuando se entra en las conciencias, resulta muy difícil saber lo que pasa en el ánimo de cada uno. En esas circunstancias muchos proponían como única estrategia posible dejar a un lado a los conversos y tratarles en los asuntos públicos, civiles y religiosos, como judíos, por aquello de que era preferible quedarse corto que largo y prescindir de una buena persona antes que aceptar al lobo vestido de cordero. Dejando fuera a los conversos, se quitaban los problemas. 
     Sin embargo las cosas no eran tan sencillas. Por una parte los propios judíos conversos buscaban su legitimación pública y su normalización en la vida de Castilla, estableciendo relaciones duraderas con los cristianos viejos, lo que había dado lugar a  complejos parentescos matrimoniales. Incluso preparaban a sus hijas para esos matrimonios y ponían todo su interés en mezclarse con algún santo, algún noble o algún rico y poder salir del estado de postración en que se encontraban. Tampoco era infrecuente el amancebamiento de cristianos viejos pues no en balde la imagen de bella judía tiene todavía vigencia, a pesar de que el cuerpo de los judíos, a juicio de escritores y predicadores apocalípticos, llevaba al demonio dentro y echaba olor a azufre.
     Por otro lado ni era fácil ni interesaba prescindir de conversos notables por el poder que acaparaban.  Desde el punto de vista económico muchos de ellos eran propietarios de grandes fortunas que resolvían problemas financieros a la corte y en el aspecto religioso su influencia facilitaba nuevas conversiones.
     Pero la insistencia dio sus frutos y los más testarudos consiguieron que quedaran excluidos de determinadas funciones civiles o religiosas aquellos que no pudieran demostrar que ni eran conversos ni sus antepasados tampoco. Era la forma de evitar que se extendieran la mentira y la falsedad. Y así ser cristiano viejo, es decir no ser converso ni tener antepasados de esa clase, se convirtió en el primer mérito público. El orgullo de la limpieza de sangre cubrió las frustraciones de muchos que no tenían ni dónde caerse muertos. Pero el pobre tenía por debajo al contaminado, al mancillado.

Los estatutos

     Una de las primeras informaciones que se tienen de un estatuto de pureza de sangre, aprobado por varias bulas pontificias, fue a comienzos del siglo XV en el colegio mayor San Bartolomé de Salamanca,  en el que se exigía que antes de ser admitido cualquier muchacho, debía investigarse si era hijo o descendiente de judío, o moro, o hereje o converso o de alguna otra secta para lo que había que recurrir a la memoria de cualquiera que se pudiese acordar de algún dato en este sentido.  Luego esta exigencia se extendió a las órdenes religiosas, órdenes militares, tribunales, mayorazgos, los cabildos catedralicios, los gremios artesanales, las cofradías y hermandades y los ayuntamientos. Y de acuerdo con la literatura de la época, hubo cofradía de ladrones que no admitía a ningún socio que no trajera el certificado de pureza de sangre. Normalmente sin embargo la limpieza sólo debía extenderse a los primeros cuatro apellidos. El origen villano, como en el caso de Sancho Panza, era muchas veces la mejor prueba de hidalguía de sangre. Parecía como si el bautismo no borrara la mancha original, que se trasmitía a pesar de todo.
     Esta intención primera de salvaguardar la fe de mentirosos e infieles, cuando tuvo efectos administrativos, convirtió el tema en un asunto burocrático. Si era necesario justificar limpieza de sangre para entrar en alguna institución civil o religiosa, se necesitaba que alguien certificara esta circunstancia. Y aquí aparecía otro nuevo problema. ¿Quién podía hacerlo? Lo que es lo mismo que decir que un asunto como éste, considerado de tanta importancia, se ponía en manos de la burocracia. Y aparecieron sistemas de falsificación de documentos pagados, eso sí, a precio de oro.
     Numerosos acontecimientos históricos o situaciones extrañas se explican hoy por los criterios de pureza de sangre.  ¿Por qué Calixto y Melibea, en la Celestina, siendo ambos jóvenes, apuestos, de clase noble y solteros no llegan a casarse como todo el mundo?. Seguramente porque una familia era de cristianos viejos y aunque era práctica común, tendría escrúpulos de emparentar con judíos conversos y posibles judaizantes.
     Los estatutos de limpieza de sangre, como tales, se han mantenido hasta nuestros días: hasta el año 1859 era necesario acreditar esta condición para ser oficial del ejército.
     Pero la actitud de prevención hacia los advenedizos, cuyas secretas intenciones nadie conoce, es una constante humana y una consecuencia de la estructura de castas y clases en que siempre ha vivido el ser humano. Buscar la propia legitimación es una forma de reafirmarse a sí mismo y esto se da en cualquier grupo social donde la antigüedad es un grado y los recién llegados unos extraños que han de pasar su sarampión.

……………………………Cuadro…………………………….
     Sancho Panza tiene mucho que ver, aunque no lo parezca, con el asunto este de los judíos. El escudero de don Quijote y otros muchos personajes de ficción, símbolos de un tiempo y de una cultura, se jactan con orgullo de ser cristianos viejos y no personajes descendientes de conversos, de judíos que por unas u otras razones aceptaron el bautismo y vaya usted a saber con qué secretas intenciones. Ellos no tienen poder ni dinero ni fama pero sí poseen la joya preciosa de un pasado sin mancha y ese honor no se lo puede quitar nadie.  En una época en la que los asuntos de sangre están muy liados y los casamientos de unos y otros han mezclado a familias enteras de forma que a veces es difícil saber quiénes son una cosa y quienes otra, ellos tienen a gala poder presentar una genealogía limpia en la que no se conocen judaizantes. Sancho Panza podría entrar sin dificultad en los colegios mayores universitarios, en la órdenes militares e incluso ocupar puestos de relevancia en la estructura administrativa del Estado o de la religiosa de la Iglesia. Lo malo es que no tiene riqueza y por ello no se le alcanza esta pretensión pero eso no tiene importancia. Lo que vale es un honor limpio.
……………………………………………………………………………

La inquisición española

SUSANA

     A la vista de las dificultades que ofrecía el poder reconocer cuándo un judío converso actuaba de buena fe o cuándo era un simple falsario, a las instituciones públicas y a los poderes fácticos les pareció que la solución mejor y más justa para resolver este problema era establecer un tribunal que juzgase a los sujetos dudosos y al final dictase sentencia de acusación o de inocencia.  La existencia de un jurado de este tipo ofrecía ventajas evidentes en el negocio de los conversos porque  permitiría saber, dentro de la confusión reinante, quién era verdaderamente judaizante y quién no. Además su carácter disciplinario castigaría a los taimados que ocultaban su delito religioso y su valor disuasorio asustaría a los vacilantes.
     De esta forma los reyes pidieron al Papa que estableciera en España el tribunal de la inquisición que ya venía funcionando, desde hacía más de dos siglos, en la mayoría de las naciones de Europa y una bula papal de 1 de noviembre de 1478 atendió los deseos de los reyes. Se fundó primero en Castilla y más tarde en Aragón, donde por cierto plantearon algunas reticencias porque los catalanes creían que esa institución recortaba sus derechos y libertades. Su justificación oficial fue el mantenimiento de la ortodoxia ante la inseguridad que creaban los conversos, especialmente los judaizantes, enroscados en toda la vida española, por tanto un motivo religioso.  Otra cosa son los usos que pudieron hacer después los poderes políticos, financieros o religiosos aunque no conviene olvidar que en esa fecha los cinco cargos más importantes del reino de Aragón estaban ocupados por conversos y en Castilla pasaba más o menos lo mismo.
     Administrativamente hablando, los falsos conversos o judaizantes eran los que habían optado públicamente por la religión cristiana y habían recibido el bautismo pero todo ello era sólo un teatro externo, falso y fingido hecho para salvar el trabajo, las propiedades y la vida. Interiormente conservaban su fe hebraica y su antigua ley mosaica. Su nombre popular era el de marranos y significaba una posición religiosa y una actitud humana reflejo del drama personal que producía la feroz presión exterior.
     Sin embargo es lógico pensar que las cosas no se pueden simplificar de esta manera. Distinguir de forma absoluta a los que falseaban la conversión de aquellos que lo hacían de verdad, puede tener sentido en los papeles y en la teoría pero significa desconocer el componente humano de los que tomaban una u otra decisión, la hondura trágica de la persona que nunca es homogénea ni homologable. Porque, formalidades aparte, el grupo más numeroso sería el de los vacilantes de buena fé. Aquellos que estando sinceramente en una u otra religión, se movían en los límites de la ortodoxia‑heterodoxia de alguna confesión. A las dudas y vacilaciones propias de quien cambia de religión y de cultura, la existencia de un tribunal donde se juzgaban delitos de conciencia, suponía un drama personal nuevo.

Denunciar

     Convencer en conciencia a la opinión pública de la necesidad de colaborar en alguna operación de interés general, es la mejor garantía de éxito porque a costa de cualquier renuncia, todo el mundo se acaba convirtiendo en colaborador permanente y eficaz. Cuando un fenómeno de este tipo ha ocurrido en la historia y la revolución francesa puede ser un ejemplo, cada ciudadano se convierte en espía voluntario a la caza y captura de traidores y las denuncias empiezan a amontonarse en las mesas de los fiscales. Esto pasó con la inquisición.
     En el ambiente de los conversos la tensión era sostenida y dura porque cualquier detalle, alguna palabra equívoca o un descuido involuntario podría interpretarse como signo de judaísmo. Cambiar de sábanas el fin de semana podía parecer una forma de santificar el sábado y no comer cerdo, acaso por una indigestión, permitía suponer que se seguía la ley mosaica. Alonso de Jaén fue procesado por haberse orinado en los muros de una iglesia y un tal González Ruiz por decirle a su oponente jugando a las cartas que ni aunque Dios fuese su compañero, ganaría esa partida. Como en las épocas de terror en las que cada ojo es un espía y las paredes oyen, el converso sabía que hasta un despiste intrascendente podía suponerle una denuncia fatal. Ser converso era igual a ser sospechoso. El tribunal de la Inquisición se encargaba además de editar y publicar documentos en los que se describían las pistas para descubrir a los judaizantes.  Por eso los cristianos viejos decidieron ir con el salvoconducto en el bolsillo para evitar posibles confusiones.
     Los conversos estaban cercados por todas partes. Por los propios judíos porque los consideraban renegados de su religión y por tanto los perseguían con saña. Por los cristianos viejos porque temían que fuesen falsos conversos y judaizaran y por ello les producían una radical desconfianza. Y por los mismos conversos porque a los auténticos, a los que habían abrazado con sinceridad el cristianismo, les molestaba que unos hermanos suyos actuaran con doblez y por su culpa todos se vieran en entredicho.
     En este clima el secreto, como forma normativa de actuación, ayudaba a enrarecer el ambiente. Como al acusado no le decían ni los cargos que pesaban contra él ni el nombre del denunciante, cualquiera podía ser el delator, lo que hacía aumentar la inseguridad personal. Más de una vez una confesión a un amigo llevó a éste a sentirse obligado en conciencia a la denuncia de esa confidencia o por miedo al infierno o simplemente para no ser acusado de complicidad. Y en una situación así es lógico que motivos espúreos de venganza personal o la imaginación de los ociosos que veían judaizantes por todos sitios, provocaron más de una delación. Y no siempre por mala voluntad porque si el propio converso se movía entre la duda y la certeza, también el testigo sentía la angustia de decidir cuál era su obligación.
     La sospecha permanente y las conjeturas mejor o peor fundadas eran el resultado de una especie de espionaje social que cuarteaba el engranaje grupal por la desconfianza generalizada de sus miembros. En estas condiciones fue como se consideró necesario para que no hubiera duda, una señal externa que debían llevar siempre los condenados. Es el origen de los sambenitos.

Denunciarse

     Conseguir de alguien que se sienta culpable es la mejor y más completa forma de dominación sobre un ser humano, una manera de relaciones humanas más frecuente de lo que parece. Porque si uno empieza a sentirse responsable de algo, es tal la angustia que le sobreviene, que acaba convirtiéndose en guarda jurado de sí mismo y de esta forma el dominador no necesita de otro mecanismo más eficaz. Cuando alguien se siente culpable, se convierte en denunciante de si mismo, juez de si mismo y condenador de si mismo incluso con mayor severidad que cualquier otro podría hacerlo porque el remordimiento es el mayor castigo del ser humano. Y con esta estrategia actuaba la inquisición.
     La presión de la mayoría, los cristianos viejos, de sus intereses ideológicos llevó a una situación de terror a los conversos que trataban de liberarse de la presión autoinculpándose de sus propios pensamientos y de sus tentaciones no abortadas del todo.  El aislamiento interior de una conducta reprobable cargaba las espaldas de quienes sólo se libraban del remordimiento a través de la autodenuncia como el famoso caso de una monja que atormentada por sus remordimientos decidió comer carne en viernes y acudir al tribunal para contar su delito. Sólo a la tercera vez le condenaron a muerte. Las tensiones interiores crearon culpas psicóticas de mala conciencia. Y de la misma forma que muchos criminales han acabado reconociendo sus delitos para librarse del remordimiento, bastantes conversos de buena fe creyeron que sus tendencias naturales eran un pecado de idolatría del que necesitaban ser absueltos.
     Y cuando no era el terror sicopatológico, era simplemente la forma de adelantarse a la denuncia por si ésta se producía como aquellos maridos que se autoinculparon de haber dicho a sus mujeres que la fornicación no era pecado. Las mujeres lo confirmaron pero el miedo a que ellas los denunciaran, les llevó a la propia confesión.
     Nacer judío en la España del antiguo régimen era la mejor garantía de una vida atormentada porque no tenían salida. Si permanecían fieles a su fe, sufrían el destierro o persecución y muerte pero si optaban por abrazar el cristianismo, se convertían en sospechosos de falsedad y estaban sujetos a cualquier denuncia imprevista. En ese ambiente amenazante no hubo solución general sino que cada uno de acuerdo a su posición social y a su poder económico y político buscó su propia salvación, lo que no quiere decir que no hubiera muestras de solidaridad entre los perseguidos.
     El tribunal de la inquisición extendió más tarde su influencia sobre los moriscos y los protestantes y aclaró algunos casos de falsos conversos. La cuestión está en saber si mereció la pena tanto sufrimiento humano. Su final definitivo fue en 1820 pero a los cinco años desde Córdoba llegó una petición al gobierno pidiendo su restablecimiento porque se estaba perdiendo la moral cristiana, que solía ser, decía la petición, una segunda naturaleza entre los españoles.

………………………………..Cuadro…………………………….
     Susana vivía en Sevilla a finales del siglo XV. Era hija de Diego de Susán, judío converso y uno de los señores más principales y adinerados de la ciudad. Además de estas virtudes, Susana era conocida en la ciudad por su belleza y encanto como la señora estupenda.
     Molestos por la creación del tribunal de la Inquisición, su padre y otros conversos importantes celebraron una reunión secreta para levantar a la gente contra ella y distribuyeron armas y dinero entre sus seguidores.
     Susana, que estaba perdidamente enamorada de un cristiano viejo, se enteró de lo que se preparaba y por miedo a que su amante sufriera algun daño, denunció la conspiración a las autoridades. Nada le podía venir mejor a la inquisición para consolidarse y justificar su existencia que una situación como ésta. El resultado fue el primer auto de fe, celebrado el día 6 de febrero de 1481,  en el que fueron quemadas seis personas atadas a un poste, entre ellas su padre.
     Cuando Susana vio lo que había provocado, se retiró a un convento pero, pasado el tiempo, lo abandonó y ejerció de prostituta maldita por las calles sevillanas.  Murió en la pobreza y en la miseria total, llena de escrúpulos y remordimientos.
     Fue su última voluntad que su cráneo fuera expuesto públicamente para ejemplo y advertencia de los demás.
………………………………………………………………..

La expulsión de los judíos

K. y E

     Mientras su familia dormía bajo unos olivos a la hora de la siesta K. dio las gracias al Señor, recordando aquel refrán castellano de que Dios aprieta pero no ahoga. Bien es verdad que hacía un calor insoportable que atormentaba a los niños con crueldad pero al fin y al cabo peor hubiera sido, pensaba para sus adentros, haber tenido que hacer el viaje en invierno cuando guarnecerse del frio es mucho más duro y más peligroso por la soledad de los caminos y la disminución de las horas de luz. K. de todas formas sufría indeciblemente mientras seguía la ruta de Marchena en dirección a Cádiz; y la caminata se hacía interminable, como si el destino en vez de acercarse, cada vez estuviera más lejos.
     K. iba con su esposa E. y los seis hijos habidos en su matrimonio, el menor de los cuales apenas tenía un par de meses. La mayor, E como su madre, no tenía aun doce años pero ya hacía funciones de apoyo llevando encima a algún pequeño. Los demás hacían lo que podían porque era necesario repartir la carga entre todos de acuerdo con las posibilidades de cada uno.  Como sostén último, la familia llevaba un asno viejo conseguido a última hora a cambio de la pequeña huerta que había sido su sustento. K. y E. habían nacido en la judería de Jaén en la que siempre habían vivido, y se conocían de toda la vida, desde niños, pero mientras la familia de E. había llegado del norte hacía un par de generaciones huyendo, la de K.  era de allí de toda la vida. Cuando se casaron, vivían de trabajar una reducida viña en una tierra en la que el vino era famoso.  Hasta que llegó la gran prueba. En sus conversaciones los judíos evitaban siempre la palabra persecución. Decían prueba por aquello de prueba que Dios envía a las almas para su fortalecimiento y ganancia del cielo, aunque alguno más osado se atrevía a hablar de desgracia.
     Aunque K. y E. eran temerosos de Dios y todo lo confiaban a las razones divinas, no acababan de entender cómo tenían que marcharse de una tierra suya en la que se perdía la historia de las generaciones de sus antepasados que habían nacido, vivido y muerto en las tierras de Castilla. Misterios insondables de Dios, se decían entre sí. El sabrá por qué lo hace, replicaba siempre E. que era más sufrida, seguro que es por nuestro bien y el de nuestros hijos. Pero cuando en el camino repetían una y otra vez este razonamiento, siempre tenían que acabar en el silencio porque lo más duro de todo era no haber podido llevarse lo que era más suyo de todo. Sus muertos quedaban para siempre en España.
     K. y E. habían decidido dirigirse al puerto de Cádiz, sin tener muy clara la ruta que tomarían desde allí, quizá África o tal vez algún puerto europeo del Mediterráneo, porque esperaban encontrarse en el camino con familiares cercanos y con ellos encontrar sitio en alguno de los barcos, quizá una nave de gavia o alguna carraca genovesa, que correligionarios suyos más poderosos habían contratado para la travesía.
     Pero el camino se hacía interminable por el calor, el hambre, la sed y el cansancio de tantas leguas y leguas. Cuando el estómago gritaba, algún bizcocho seco y a veces una fruta pagada a precio de oro o regalada por algún cristiano compasivo, que muchos no podían contener el dolor ante tanta desgracia. El asno hacía lo que podía pero los turnos tenían que ser rígidos para darle algún descanso. Una noche E.  tuvo un cólico casi agónico y entre las heces se encontraron las monedas que había guardado para las emergencias.
     A la amanecida de un lunes de primeros de julio ya estaban frente a Lebrija en el cruce que algunos parientes habían señalado para encontrarse.

……….

     Cuando la lentitud cansina y agobiante de la marcha de estos caminantes improvisados se hacía insostenible mientras los plazos apretaban, J. el rabino les recordaba con todo su entusiasmo el camino que lideró Moisés a través de Egipto y el mar Rojo, anunciando que las aguas se volverían a abrir al paso de los emigrados forzosos. Y esta esperanza les parecía segura porque ya habían aparecido algunas señales terribles del anuncio de la llegada del Mesías, que estaba por llegar en cualquier momento. ¿Qué había sido si no, decía el rabino, la aparición en las aguas del Mar Tenebroso de aquella ballena que decían los que la habían visto que era uno de los monstruos anunciado por los Profetas?
     Pero M., al que algunos tachaban de racionalista, era más práctico en sus juicios y por eso a veces chocaba con la autoridad religiosa. A M. le jorobaba profundamente el trato que sus correligionarios habían recibido de los reyes de España a cuya protección estaban encomendados. Y como dedicaba parte de su vida a la lectura, estaba bien informado y conocía las capitulaciones que se habían firmado con los moros a los que habían expulsado del reino nazarí de Granada.  Cómo es posible, repetía una y otra vez, que a unos extranjeros, enemigos declarados de los reinos de Castilla y León, les hayan permitido quedarse en la península. Y menos entendía que los reyes hubiesen facilitado el viaje de forma gratuita a quienes deseaban volverse a lo que al fin y al cabo era su tierra de moros e incluso hubiesen pactado con los reyezuelos de África las condiciones de su regreso. O sea, decía a sus compañeros de viaje, que a unos extranjeros infieles y derrotados en una guerra legítima les dan todas las facilidades y a nosotros que no hemos pleiteado con nadie sino que hemos cumplido con todas nuestras obligaciones con los reyes y somos sus súbditos personales, nos expulsan de nuestras tierras y nos obligan a caminar en las peores condiciones posibles.
     Son nuestros pecados, replicaba una y otra vez el rabino, los que nos han condenado. Y K. que era más piadoso y siempre se ponía de parte del rabino, recordaba entonces que en ocasiones algunos correligionarios se habían pasado en el interés de los prestamos e incluso que una vez un vecino suyo trató de mala manera a un cristiano pobre porque no pagaba lo que debía.  Sin embargo siempre había creído que eran pecadillos sin importancia. A lo mejor el rabino tiene razón, le decía a E., su mujer, y entonces se acordaba de algunos malos pensamientos que a veces le venían a la cabeza. Pero siempre esperaba el día del Perdón.

……………..

     Casi al límite del plazo exigido por el decreto de expulsión, la caravana de judíos en la que iban K. y E. con sus seis hijos y el burro, llegó al puerto de Cádiz donde todo era confusión y caos. Algunos miles de perseguidos pugnaban por encontrar un sitio en los barcos que habían llegado al olor del negocio.  Los barqueros imponían exigencias mucho mayores de las pactadas con antelación ante el final del plazo y la ventaja del tiempo. Monedas de oro, telas y cualquier cosa que pudiera quedarles a estos infelices, debían entregarlo a los patrones si querían un rincón en el barco. Y no había ninguna garantía de llegar a puerto por aquello de los piratas, quién sabe si de acuerdo con los mismos patrones. Los más fuertes de alma o de cuerpo se esforzaban por ayudar a los desvalidos pero nadie podía evitar el olor a carne humana, a podredumbre y a miseria total en Andalucía a finales del mes de julio. Y nadie aseguraba que el mar se había abierto para hacerles el camino.
     Pero la tensión mayor la ponían los que regresaban a puerto. En unos casos porque era imposible mantenerse en las condiciones del viaje, sin comida, sin agua, sin apenas poder moverse en el barco y con los lamentos permanentes y trágicos de los niños. Otros contaban historias mucho más repugnantes. A la llegada a los puertos de África les esperaba una multitud de aves de rapiña que acababa por despojarles de cualquier cosa que pudiera quedarles. Para robar valía todo, contaban los que volvían. Y que muchos se quedaron en el camino de vuelta a dormir tranquilos y para siempre en el mar.
     A K. y E. no les quedaba nada con que pagar el viaje aunque ya estaba contratado y pagado por otros judíos más ricos pero la exigencia de los patrones era ilimitada. Con las últimas dos monedas habían tenido que comprar unas cremas para el pequeño que se les iba de las manos y de la vida por unas fiebres malignas que los físicos no podían atajar. Entonces decidieron volver sobre sus pasos y acercarse a la primera iglesia cristiana que encontrasen. Allí pedirían el bautismo para ellos y sus hijos y se quedarían a vivir. Se acogerían a la caridad de su nuevo pueblo, trabajarían en lo que pudieran pero esperaban que nadie apedreara sus ventanas en lo sucesivo y que viniesen otros tiempos en los que todos tuvieran un trozo de tierra para trabajar y dormir.
     Y confiaban en que Dios lo entendería.

………………………….Cuadro……………………
     El decreto por el que se exigía a los judíos la conversión al cristianismo o el destierro lo firmaron los Reyes Católicos en Granada el día 31 de Marzo de 1492. El texto es muy conocido y en él se exponen los motivos oficiales para esa decisión. El plazo fijado fue de cuatro meses, hasta el 31 de julio.
    En cuanto al número de los que se marcharon, los expertos no se ponen de acuerdo por lo que hay docenas de cifras circulando en los libros. Las más extremas quizá sean, por lo bajo, la de 100.000 y , por lo alto, en torno a 600.000. Los dos judíos más importantes en la vida pública de los Reyes Católicos y que habían financiado la conquista de Granada, tomaron decisiones encontradas a la hora de la expulsión. Abraham Senior prefirió quedarse en España y convertirse al cristianismo mientras que Isaac Abarbanel decidió acompañar a su pueblo en el exilio.
    La descripción está hecha con algunas de las dificultades que tuvieron en el camino y de las que han dejado constancia los cronistas.
………………………………………………….

La usura

RAQUEL  Y  VIDAS

………………………………….Cuadro…………………….
     A finales del siglo XI don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, es desterrado de Castilla por el rey Alfonso VI, el mismo que conquistó Toledo a los árabes y el mismo del que no hay forma de saber cuántas mujeres tuvo, además de sus cuatro esposas oficiales.
     El Cid sale hacia Valencia acompañado de sus vasallos, pero sin un duro para mantenerlos y hacer la guerra a los moros. En esa tesitura y lamentándose de que no tiene otra salida,  se le ocurre montar una treta para conseguir liquidez y encarga del negocio a Martín Antolinez. Le dice que mande construir dos arcas de cuero labrado y bien claveteadas, que las llene de arena para que pesen mucho y a dos judíos amigos suyos les haga saber que son sus tesoros ganados en la guerra de Andalucía y que está dispuesto a dejárselos en depósito si recibe el precio adecuado de la fianza.
     Raquel y Vidas, que así se llaman los judíos, están casualmente contando sus ganancias con la usura cuando reciben al enviado de El Cid y pactan el trato con seiscientos escudos, la mitad en oro y la otra en plata. Martín Antolínez les pide además y como no podía ser de otra manera, su comisión y le dan otros treinta escudos.
    Pasado el tiempo, Raquel y Vidas reclaman su dinero pero el poema de Mío Cid, que es el que cuenta esta historia, no vuelve a hablar del asunto.
……………………………………………………………………………………


No hay comentarios: