El principio de una triste historia.
EL JUDÍO ERRANTE.
Como si una maldición eterna hubiese caído
sobre ellos, desde el principio los judíos tuvieron problemas
territoriales. Hasta donde se conoce de
la antigüedad, nunca fueron un pueblo normal asentado en su territorio y
enraizado en un hábitat del que tomaran su cultura y su civilización. Por una u
otra razón siempre estuvieron con la casa a cuestas, buscando dónde poder
cobijarse, dar descanso a su espíritu y enterrar a sus muertos de una vez por
todas.
Habían estado en Egipto de donde le sacó
Moisés y fueron cautivos en Babilonia.
Pero la situación se les complicó definitivamente en el año 70 cuando
los romanos completaron su conquista, destruyeron el templo y los obligaron a
emigrar y vivir por el mundo. Es lo que los libros llaman la dispersión o la
diáspora, una tragedia poco frecuente y desde luego singular.
Tal vez ese sea uno de los motivos por los
que el éxodo judío nunca ha dejado de interesar ni a los intelectuales ni a la
opinión pública con una obsesión permanente y casi neurótica. Y como si esa
maldición fuera real y aun siguiera vigente, todas las generaciones pasadas y
presentes se siguen preguntando qué pasa con ese pueblo que casi siempre
aparece como víctima de los demás, a veces verdugo, pero en todos los casos
como protagonista de la historia. La cuestión judía, si es que existe, no está
resuelta.
Y en el caso de España la fijación es más
sorprendente porque si bien se mira, el tema ni siquiera quedó resuelto después
de la expulsión, a pesar de que es opinión común que su cultura apenas dejó
huella y no ha aportado demasiadas cosas como colectivo. Una situación que
contrasta con la de los moriscos, que desaparecieron del todo cuando fueron
expulsados tras la rebelión de las Alpujarras. Y eso que la cultura árabe se
percibe y se huele en el lenguaje y en las costumbres españolas. La otra minoría étnica integrada en España,
los gitanos, nunca han tenido especial protagonismo como grupo.
La emigración.
Por muy bien que sea recibida cualquier
comunidad emigrada, siempre es triste y agobiante el desamparo en que se
encuentra. Las dificultades de convivir fuera de su sitio, con otra gente y
otras costumbres, una forma diferente de ver la vida y a veces un idioma
distinto, producen desagrado y deterioro de su manera de ser y pueden afectar a
su coherencia como grupo que ve el peligro de perder lo que lo identifica y
acabar diluido en la cultura dominante. Y si además la reacción que provoca
entre sus nuevos vecinos es hostil, el quebranto es mayor y tiene más
posibilidades de desaparecer como grupo no sólo por la presión externa de esos
códigos culturales del pueblo en que viven, sino porque la propia supervivencia
exige una comodidad mínima para vivir aunque suponga desgastar el carácter y
las tradiciones que se diluyen poco a poco.
Algo que ha pasado y pasa en la historia a muchas culturas que han
quedado atrapadas y cuyos restos sólo permanecen como recuerdo histórico.
Pero
en otros casos las condiciones difíciles producen el efecto contrario. Sus miembros se agrupan con
más fuerza para resistir mejor esas presiones y sólo los más tibios se
contaminan del nuevo ambiente. La mayor o menor capacidad de resistencia de un
grupo social es proporcional a la fuerza que tengan las razones y los vínculos
que cohesionan su cultura. En el caso de los judios les ha unido una creencia
de tipo religioso, el armazón de un conjunto internamente coherente de valores
sobre Dios, el mundo y los hombres, unas vivencias básicas, que mantuvieron
durante toda la dispersión por el mundo.
Sin embargo reduplicar estas creencias para reforzarse a sí mismo y
evitar la contaminación con el mundo exterior tiene el peligro de convertir a
la comunidad en algo separado, en un ghetto que es una forma de autolimitarse y
encerrarse en sí mismo. Los judíos, minoría allá por donde pasaron, decidieron
practicar dentro de su propia comunidad un sistema de censura ideológica que
les mantuviera unidos. Y como ocurre a los colectivos que emigran a otro país y
a otra cultura, vivieron agrupados en torno a una calle o a un barrio, mucho
antes que la persecución de la mayoría les obligara a ello.
El hecho además de no tener un sistema de
jerarquía personal única para toda la comunidad mundial de creyentes, como
ocurre, por ejemplo, en la iglesia católica, que sea fuente de verdad y punto
de referencia, les forzó a asegurar con más interés sus propias convicciones
para no ser absorbidos por las culturas de los países donde han habitado. Esta
falta de referente único lleva, como a todo grupo de esas características, a
cuidar más de la ortodoxia. Una comunidad es tanto más conservadora cuanto
menos confianza tiene en sí misma y menos segura se encuentra frente a los
enemigos de fuera, algo que es a su vez proporcional al empuje exterior que
viene de la cultura dominante.
Los judíos han sido siempre, fuera de su
tierra, una minoría marginada y tolerada como cualquier otra pero a la que se
ha creído poderosa y por ello se ha culpado de todos los males.
La llegada a España.
Conocer, al menos aproximadamente, la
fecha en que llegaron a España los primeros judíos, antepasados por tanto de
los que fueron expulsados, no es sólo un trabajo de interés especulativo sin
incidencia en la vida práctica de cada dia, sino algo muy importante porque en
ello está en juego un título de su legitimidad histórica como españoles. Y no
sólo porque la antigüedad es siempre un mérito, que ya es bastante, sino por la
necesidad que tiene cualquiera para justificar que forma parte de un pueblo y
que también es propietario de la tierra donde vive. Si los judíos llegaron a
España antes, por ejemplo, que los visigodos y éstos son ciudadanos de pleno
derecho, los judíos argumentan razonablemente que no hay motivo alguno para
considerarlos extranjeros. Es la misma posición que mantuvieron los árabes
cuando fueron expulsados de España. Quienes tenían generaciones de ocho siglos
viviendo aquí, no entendían que no se les considerara españoles de la misma
forma que a los castellanos. Por eso los cronistas hebraicos pujan por
encontrar raíces remotas de su llegada a nuestro país. Sin embargo unos y otros
siempre fueron considerados extranjeros.
Además este asunto de la fecha, de confirmarse
una antigüedad remota, podría producir una consecuencia de trascendental
importancia en su defensa. Porque si se les acusaba de la muerte de Jesús pero
se podía demostrar que para entonces ya vivían en España, no podía hacérseles
responsables de ese delito y la más grave acusación que pesaba sobre ellos,
quedaba sin efecto. La primera gran
dispersión de judíos por el mundo había sido en el siglo VI antes de Cristo
cuando Nabucodonosor destruyó el templo de Salomón y los había llevado cautivos
a Babilonia. A raiz de esto, muchos
grupos se habían extendido por todo el mundo y habían formado las primeras
comunidades judías. El otro momento
importante había sido en la fecha citada del año 70 por la conquista de los
romanos. Se trataba en este caso de acreditar documentalmente o bien que habían
llegado cuando lo de Babilonia o en cualquier momento después pero en todo caso
antes de la pasión y muerte de Jesús. De esta forma habrían sido camaradas de
religión los responsables pero los españoles, los que vivían en aquí, no tenían
ninguna culpa de la fechoría que hicieron los de Jerusalem. Y por eso los judíos
de Toledo les escribieron pidiéndoles
cuentas de lo que habían hecho y reprochándoles su mala acción. Era una forma de desligarse pública y oficialmente
del delito de deicidio.
Los propios visigodos, que según la
tradición hebraica, llegaron a España más tarde, les plantearon las primeras
dificultades, especialmente después de que el rey Recaredo se convirtiera al
cristianismo, aunque hubo oscilaciones y unas veces estuvieron más tranquilos
pero otras los reyes dedicaron gran parte de su tiempo a una política antijudía. Si un esclavo de un judío es circuncidado,
queda automáticamente en libertad; Aquel que da trabajo a un judío o tiene
tratos con ellos, es anatema como profano y como sacrílego; Para evitar que los
niños reciban el mal ejemplo de sus mayores, los hijos de los judíos deben ser
arrancados a sus padres y entregados a instituciones cristianas para que les
eduquen en la verdad. Estas son algunas de las disposiciones vigentes en la
época, entre las que son más significativas. Pero en especial ésta última es
extremadamente cruel y recuerda otras similares tomadas con minorías étnicas
esclavizadas. Incluso se produjo en la época de Sisebuto la primera expulsión
bajo la alternativa del destierro o la conversión.
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La edad media, a la que se
ha adjudicado la competencia casi exclusiva de la fabricación de leyendas,
cuando esa es una agradable tentación que afortunadamente permanece, inventó la
del judío errante, un personaje simbólico, condenado a caminar siempre de un
lado para otro sin descanso hasta el final de los tiempos. Según los cronistas,
anda por todo el mundo pero donde se le ha vista de vez en cuando es en Europa,
con el nombre de José y con cinco monedas que se le reponen en el momento en
que se terminan. Algunos protagonistas
medievales aseguran haber hablado y comido con él.
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Las grandes persecuciones
FERNANDO MARTÍNEZ
La coincidencia de varias culturas en el
tiempo y en el espacio no puede calificarse sin más como convivencia porque
para que pueda decirse que varios grupos sociales de ideología diferente
conviven juntos, son necesarias unas condiciones que no siempre se dan por el
hecho de coexistir. Es imprescindible,
entre otras cosas, que haya colaboración y existan unos objetivos comunes por
mínimos que sean, que en las relaciones de poder entre mayorías y minorías no
se den grandes desequilibrios y que todos participen de ese único proyecto. Por ello es prudente
precisar la opinión sin matices de que en la España de la edad media se
practicaba la tolerancia y la convivencia de las llamadas tres culturas, de las
tres comunidades de religión monoteísta, cristianos, judíos y musulmanes, y que
nuestro país era un modelo que muchos nostálgicos piensan se ha perdido
después.
Para que haya respeto, el fanatismo tiene
que dejar de ser una virtud y hay que olvidarse de que la verdad absoluta debe
ser impuesta por cualquier procedimiento a los infieles que o no la conocen o
la rechazan porque la tolerancia no sólo es una práctica sino una doctrina del
mundo y del hombre que los medievales no llegaron a intuir. La Iglesia católica ha quitado sólo hace unos
años de su liturgia una oración por los pérfidos judíos. Una cosa es una
minoría tolerada y con derechos limitados y otra el concepto moderno de
democracia. Las mal llamadas épocas de tolerancia, porque quizá no haya otra
palabra más apropiada, eran períodos en los que la rutina, la burocracia o algún
interés muy concreto relajaban el ambiente y pisoteaban con menos fuerza el
cuello de los judíos pero ni se derogaban las leyes antihebraicas ni se hacían
ejercicios de confraternización.
Los emperejilados
Por esas circunstancias la actitud de los
responsables políticos con respecto a los judíos no se ha mantenido uniforme a
través de la historia sino que ha habido oscilaciones en el mayor o menor rigor
aunque siempre, incluso en épocas de relajamiento, sobre la desconfianza y la
desazón. Si los judíos, se ha dicho hasta la saciedad, han sido capaces de
matar a Dios y siguen contumaces ante la verdad y la evidencia de su error,
nada bueno puede esperarse de ellos. Cuenta el Antiguo Testamento que cuando
los israelitas iban por el desierto y les llovía el maná del cielo, Moisés les
ordenó que no guardaran comida para el día siguiente pero por la desconfianza
que les es natural, incumplieron este mandato divino, ocultando a los ojos de
Dios lo que les sobraba: Esta historia les fue restregada más de una vez, con
el argumento de que si habían sido capaces de engañar directamente a Dios, qué
no harían con los hombres.
En esas alternancias históricas de
tolerancia y persecución a muerte o conversión, la llegada a España de los
árabes fue un período de extraordinaria tranquilidad, salvo incidentes aislados
y apenas significativos. Fue el fanatismo religioso de los almorávides primero
y de los almohades después el que hizo renacer la persecución y las condiciones
de vida difícil. En el bando cristiano las cosas tampoco estuvieron muy
mal. Pero incluso en este caso la
presencia de los judíos se legitimaba como mal menor y sólo en la esperanza de
que en contacto con los cristianos acabaran por convertirse. Así lo acordaron
los papas y los reyes, estableciendo para los judíos una dependencia directa de
los monarcas como una minoría extranjera protegida y no como ciudadanos
españoles. Esta dependencia fue muchas
veces su salvación, cuando aparecían las dificultades, por el principio de que
lo que el rey protege personalmente, es intocable. Sin embargo la desviación
ideológica, la heterodoxia religiosa fue un delito social y por tanto punible.
Por el contrario en Europa las cosas les iban bastante mal. Y las primeras expulsiones se hicieron en
Inglaterra y Francia en el siglo XIV aunque en esos países el movimiento social
fue menos perceptible porque las comunidades eran muy inferiores en número y la
salida de judíos apenas se notó. En estos tres escenarios los períodos de
bonanza coincidían con momentos en los que la monarquía se encontraba más
fuerte.
Durante toda la edad media, los judíos
sufrieron presiones populares con el argumento de que su gran pecado era el
cinismo, la pura perfidia por su negativa permanente a aceptar que el Mesías
había llegado. Y todas las demás razones eran complementarias de ésta. Si
después de tantos siglos eran capaces de seguir negando la evidencia era porque
su corazón encerraba la maldad más absoluta. A este delito de deicidas hay que
añadir otras cosas muy importantes pero de la misma forma que en Sudáfrica
antes mandaban los blancos sobre los negros y a cualquier sensibilidad
razonable le parecía una barbaridad y ahora, como en todas partes, mandan los
ricos sobre los pobres y ya no se habla de segregación, algo así ocurría con
los judíos. No era lo mismo ser pobre que rico y había dos discursos, uno entre
cristianos pobres y judíos pobres y otro entre cristianos ricos y judíos ricos.
En el primer caso el debate iba por los asuntos religiosos, el miedo a que
bañando a un leproso envenenaran las aguas o a que crucificaran a un niño: los
judíos eran responsables incluso de la sequía y la mejor terapia era culparles
de todo. Y a su vez los líderes religiosos judíos explicaban las persecuciones
por el castigo de Dios a sus pecados.
Pero arriba eran los asuntos del poder económico
y político los que interesaban. Cuando los nobles enfrentados a Pedro I fueron
derrotados por él, hicieron correr el rumor de que en realidad éste no era rey
sino el hijo de un judio llamado Pero Gil que los reyes habían aceptado
intercambiar en el momento de su nacimiento para evitar que el trono cayera en
manos de la niña que era lo que en realidad había nacido de ellos. De ahí vino
el nombre de los emperejilados. Y el primero en sufrir las consecuencias de esa
conmoción fue Samuel ha Levi, tesorero real y judio de enorme poder social y
económico.
El primer desastre
El equilibrio inestable medieval se empezó
a torcer definitivamente a partir del llamado sínodo de Zamora en 1313 cuando se inició la cuesta abajo de manera
lenta pero ya irreversible hasta la expulsión definitiva. Ya el siglo anterior se había celebrado en
Barcelona un debate por todo lo alto con la participación del rey, la corte,
los obispos y los teólogos más importantes del momento y aunque el respeto se
mantuvo en las sesiones, las conclusiones empezaron a ser duras para los judíos
a quienes se acusaba de nuevo del delito religioso de no aceptar la verdad y la
evidencia. De allí salió un empeoramiento de las relaciones entre los judíos y
el poder político y religioso dominante como lo prueba el hecho de que se
concluyó por la jerarquía católica y del rey que los dominicos tenían derecho a
predicar en las sinagogas y los judíos obligación de asistir y escucharles.
Se agudizaron las prohibiciones como la de
que no podían hacer ruido los domingos ni siquiera dentro del ghetto para no
molestar a los cristianos en sus rezos o la insistencia en que debían llevar las
rodelas sobre el traje para ser identificados. Si eran sorprendidos por un
cristiano llevando alhajas o joyas, éste tenía derecho a quitárselas. Su testimonio
en los juicios perdía cada vez más valor. Se achicaron más las juderías con lo
que aumentó el hacinamiento y la vida se les tornó extremadamente difícil.
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Fernando Martínez, arcediano de Écija, fue
un personaje siniestro que promovió, dirigió y llevó a cabo la matanza más
grande de judíos que se ha dado en la historia de España.
Utilizando en sus sermones toda clase de
leyendas y calumnias, encrespó los ánimos del pueblo, formó una banda
razonablemente armada e invitó a la gente a sacar de sus guaridas a los
enemigos y aniquilarlos definitivamente. Llegaron denuncias al rey de su
actitud y el propio obispo de Sevilla, don Pedro Gómez Barroso, amparándose en
que el de Écija había dicho que el Papa no tenía jurisdicción para autorizar la
construcción de una sinagoga en Sevilla, le declaró contumaz, rebelde,
sospechoso de herejía, le suspendió en sus funciones religiosas y le abrió un
proceso.
La desgracia hizo que en ese momento el
obispo muriera y le correspondiera a él hacerse cargo provisionalmente de la
diócesis. El día 6 de junio de 1391,
junto con su banda, asaltó la judería sevillana y murieron 4.000 personas.
La muerte y destrucción siguió luego por
Córdoba, Montoro, Andújar, Jaén, y el resto de España. Los concejos trataron de
defender a los judíos, que eran propiedad real, pero fue inútil su esfuerzo y
todo el país se llenó de sangre.
Por fin en 1395 fue detenido, procesado y
condenado pero se desconoce la sentencia y la fecha de su muerte. El rey
aragonés Juan I dio orden de que si algún ciudadano lo encontraba, lo echara
inmediatamente al río Ebro.
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Los conversos
SANCHO PANZA
Al menos de manera oficial, todos los
movimientos contra los judíos buscaban su conversión a la doctrina cristiana,
mayoritaria y dominante en España. Y el éxito fue evidente porque a través de
los años fueron muchos los que abandonaron el judaísmo bien por convencimiento
o tal vez como resultado de las presiones ambientales. Cuando habían tomado la
decisión y recibido el bautismo, pasaban a ser considerados judeoconversos o
simplemente conversos y desde ese momento cambiaba su situación jurídica y
administrativa, aparte por supuesto su consideración social, económica y
política. Todas las prohibiciones, dificultades, persecuciones e inconvenientes
que venían impuestos a la minoría hebraica, desaparecían y el horizonte vital
mejoraba ostensiblemente. O al menos eso decían los publicistas oficiales. Y en
principio era verdad. De alguien apestado e impuro, que debía llevar un signo
en el vestido para que los cristianos se apercibieran de su presencia y
pudieran evitarlo, pasaba a ser considerado un ciudadano libre y normal con los
mismos derechos. Lo malo es que la realidad nunca es tan brillante y la
conversión resolvía algunas cosas pero planteaba nuevos problemas.
De todas formas esta transformación tan
importante no podía hacerse sin más, como quien cambia de vestido. Abandonar un
tipo de vida y una cultura tan antigua resultaba muy complejo. Tener que dejar
la calle, el barrio, los amigos, la familia, las costumbres y hasta la
gastronomía no era fácil y suponía un drama interno, una tragedia personal, por
muy convencido que se estuviera de abrazar la verdadera religión. Y todo este
cambio cuando había sido producto de una reflexión serena y sincera, todavía
podía tener algún sentido pero si surgía con convulsiones y dudas internas,
producía un desgarramiento interior del que era difícil salir. En un ambiente
hostil, con demandas permanentes para el bautismo, no es sencillo saber qué
había de convencimiento y qué de resultado de la presión. Al margen de
consideraciones políticas, sociales, económicas o religiosas, el problema de
los conversos es sobre todo una tragedia personal.
Las consecuencias externas de estas vacilaciones
se reflejaban en situaciones confusas y en un sincretismo preocupante a los
amantes del orden. Y el bautismo a la fuerza tenía el inconveniente de la
posible simulación.
Limpieza de sangre
Por ese motivo los círculos del poder
político y religioso se encontraron con la polémica de los conversos, quizá el
asunto más importante de la cuestión judía.
Si de entre los convertidos y bautizados, no se podía distinguir a
quienes realmente querían ser cristianos con sinceridad, de aquellos a los que
sólo el deseo de salvar la vida o la hacienda les hacía aceptar aparentemente
la conversión, las cosas de la salvación del alma se complicaban al aparecer un
grupo social con nuevos y complicados problemas. Si los conversos podían ser hipócritas y falsarios,
su capacidad de hacer daño a los cristianos era terrible porque si en virtud
del bautismo recibido, ocupaban puestos de responsabilidad vedados a los judíos
y ejercían una fuerte influencia en los sectores dirigentes de la sociedad, su
engaño perjudicaría con más saña a los que eran cristianos de verdad. Se
necesitaba urgentemente buscar una fórmula o una receta que permitiera
distinguir a los buenos de los malos, a los verdaderamente creyentes de los que
sólo lo eran en apariencia.
Pero encontrar esa regla tenía sus
dificultades porque cuando se entra en las conciencias, resulta muy difícil
saber lo que pasa en el ánimo de cada uno. En esas circunstancias muchos
proponían como única estrategia posible dejar a un lado a los conversos y tratarles
en los asuntos públicos, civiles y religiosos, como judíos, por aquello de que
era preferible quedarse corto que largo y prescindir de una buena persona antes
que aceptar al lobo vestido de cordero. Dejando fuera a los conversos, se
quitaban los problemas.
Sin embargo las cosas no eran tan
sencillas. Por una parte los propios judíos conversos buscaban su legitimación
pública y su normalización en la vida de Castilla, estableciendo relaciones
duraderas con los cristianos viejos, lo que había dado lugar a complejos parentescos matrimoniales. Incluso
preparaban a sus hijas para esos matrimonios y ponían todo su interés en
mezclarse con algún santo, algún noble o algún rico y poder salir del estado de
postración en que se encontraban. Tampoco era infrecuente el amancebamiento de
cristianos viejos pues no en balde la imagen de bella judía tiene todavía
vigencia, a pesar de que el cuerpo de los judíos, a juicio de escritores y
predicadores apocalípticos, llevaba al demonio dentro y echaba olor a azufre.
Por otro lado ni era fácil ni interesaba
prescindir de conversos notables por el poder que acaparaban. Desde el punto de vista económico muchos de
ellos eran propietarios de grandes fortunas que resolvían problemas financieros
a la corte y en el aspecto religioso su influencia facilitaba nuevas
conversiones.
Pero la insistencia dio sus frutos y los
más testarudos consiguieron que quedaran excluidos de determinadas funciones
civiles o religiosas aquellos que no pudieran demostrar que ni eran conversos
ni sus antepasados tampoco. Era la forma de evitar que se extendieran la
mentira y la falsedad. Y así ser cristiano viejo, es decir no ser converso ni
tener antepasados de esa clase, se convirtió en el primer mérito público. El
orgullo de la limpieza de sangre cubrió las frustraciones de muchos que no
tenían ni dónde caerse muertos. Pero el pobre tenía por debajo al contaminado,
al mancillado.
Los estatutos
Una de las primeras informaciones que se
tienen de un estatuto de pureza de sangre, aprobado por varias bulas
pontificias, fue a comienzos del siglo XV en el colegio mayor San Bartolomé de
Salamanca, en el que se exigía que antes
de ser admitido cualquier muchacho, debía investigarse si era hijo o
descendiente de judío, o moro, o hereje o converso o de alguna otra secta para
lo que había que recurrir a la memoria de cualquiera que se pudiese acordar de
algún dato en este sentido. Luego esta
exigencia se extendió a las órdenes religiosas, órdenes militares, tribunales,
mayorazgos, los cabildos catedralicios, los gremios artesanales, las cofradías
y hermandades y los ayuntamientos. Y de acuerdo con la literatura de la época,
hubo cofradía de ladrones que no admitía a ningún socio que no trajera el
certificado de pureza de sangre. Normalmente sin embargo la limpieza sólo debía
extenderse a los primeros cuatro apellidos. El origen villano, como en el caso
de Sancho Panza, era muchas veces la mejor prueba de hidalguía de sangre.
Parecía como si el bautismo no borrara la mancha original, que se trasmitía a
pesar de todo.
Esta intención primera de salvaguardar la
fe de mentirosos e infieles, cuando tuvo efectos administrativos, convirtió el
tema en un asunto burocrático. Si era necesario justificar limpieza de sangre
para entrar en alguna institución civil o religiosa, se necesitaba que alguien
certificara esta circunstancia. Y aquí aparecía otro nuevo problema. ¿Quién
podía hacerlo? Lo que es lo mismo que decir que un asunto como éste,
considerado de tanta importancia, se ponía en manos de la burocracia. Y
aparecieron sistemas de falsificación de documentos pagados, eso sí, a precio
de oro.
Numerosos acontecimientos históricos o
situaciones extrañas se explican hoy por los criterios de pureza de
sangre. ¿Por qué Calixto y Melibea, en
la Celestina, siendo ambos jóvenes, apuestos, de clase noble y solteros no
llegan a casarse como todo el mundo?. Seguramente porque una familia era de
cristianos viejos y aunque era práctica común, tendría escrúpulos de emparentar
con judíos conversos y posibles judaizantes.
Los estatutos de limpieza de sangre, como
tales, se han mantenido hasta nuestros días: hasta el año 1859 era necesario
acreditar esta condición para ser oficial del ejército.
Pero la actitud de prevención hacia los
advenedizos, cuyas secretas intenciones nadie conoce, es una constante humana y
una consecuencia de la estructura de castas y clases en que siempre ha vivido
el ser humano. Buscar la propia legitimación es una forma de reafirmarse a sí
mismo y esto se da en cualquier grupo social donde la antigüedad es un grado y
los recién llegados unos extraños que han de pasar su sarampión.
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Sancho
Panza tiene mucho que ver, aunque no lo parezca, con el asunto este de los judíos.
El escudero de don Quijote y otros muchos personajes de ficción, símbolos de un
tiempo y de una cultura, se jactan con orgullo de ser cristianos viejos y no
personajes descendientes de conversos, de judíos que por unas u otras razones
aceptaron el bautismo y vaya usted a saber con qué secretas intenciones. Ellos
no tienen poder ni dinero ni fama pero sí poseen la joya preciosa de un pasado
sin mancha y ese honor no se lo puede quitar nadie. En una época en la que los asuntos de sangre
están muy liados y los casamientos de unos y otros han mezclado a familias
enteras de forma que a veces es difícil saber quiénes son una cosa y quienes
otra, ellos tienen a gala poder presentar una genealogía limpia en la que no se
conocen judaizantes. Sancho Panza podría entrar sin dificultad en los colegios
mayores universitarios, en la órdenes militares e incluso ocupar puestos de
relevancia en la estructura administrativa del Estado o de la religiosa de la
Iglesia. Lo malo es que no tiene riqueza y por ello no se le alcanza esta
pretensión pero eso no tiene importancia. Lo que vale es un honor limpio.
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La inquisición española
SUSANA
A la vista de las dificultades que ofrecía
el poder reconocer cuándo un judío converso actuaba de buena fe o cuándo era un
simple falsario, a las instituciones públicas y a los poderes fácticos les
pareció que la solución mejor y más justa para resolver este problema era
establecer un tribunal que juzgase a los sujetos dudosos y al final dictase
sentencia de acusación o de inocencia.
La existencia de un jurado de este tipo ofrecía ventajas evidentes en el
negocio de los conversos porque
permitiría saber, dentro de la confusión reinante, quién era
verdaderamente judaizante y quién no. Además su carácter disciplinario
castigaría a los taimados que ocultaban su delito religioso y su valor
disuasorio asustaría a los vacilantes.
De esta forma los reyes pidieron al Papa
que estableciera en España el tribunal de la inquisición que ya venía
funcionando, desde hacía más de dos siglos, en la mayoría de las naciones de
Europa y una bula papal de 1 de noviembre de 1478 atendió los deseos de los
reyes. Se fundó primero en Castilla y más tarde en Aragón, donde por cierto
plantearon algunas reticencias porque los catalanes creían que esa institución
recortaba sus derechos y libertades. Su justificación oficial fue el
mantenimiento de la ortodoxia ante la inseguridad que creaban los conversos,
especialmente los judaizantes, enroscados en toda la vida española, por tanto
un motivo religioso. Otra cosa son los
usos que pudieron hacer después los poderes políticos, financieros o religiosos
aunque no conviene olvidar que en esa fecha los cinco cargos más importantes
del reino de Aragón estaban ocupados por conversos y en Castilla pasaba más o
menos lo mismo.
Administrativamente hablando, los falsos
conversos o judaizantes eran los que habían optado públicamente por la religión
cristiana y habían recibido el bautismo pero todo ello era sólo un teatro
externo, falso y fingido hecho para salvar el trabajo, las propiedades y la
vida. Interiormente conservaban su fe hebraica y su antigua ley mosaica. Su
nombre popular era el de marranos y significaba una posición religiosa y una
actitud humana reflejo del drama personal que producía la feroz presión
exterior.
Sin embargo es lógico pensar que las cosas
no se pueden simplificar de esta manera. Distinguir de forma absoluta a los que
falseaban la conversión de aquellos que lo hacían de verdad, puede tener
sentido en los papeles y en la teoría pero significa desconocer el componente
humano de los que tomaban una u otra decisión, la hondura trágica de la persona
que nunca es homogénea ni homologable. Porque, formalidades aparte, el grupo
más numeroso sería el de los vacilantes de buena fé. Aquellos que estando
sinceramente en una u otra religión, se movían en los límites de la ortodoxia‑heterodoxia
de alguna confesión. A las dudas y vacilaciones propias de quien cambia de
religión y de cultura, la existencia de un tribunal donde se juzgaban delitos
de conciencia, suponía un drama personal nuevo.
Denunciar
Convencer en conciencia a la opinión
pública de la necesidad de colaborar en alguna operación de interés general, es
la mejor garantía de éxito porque a costa de cualquier renuncia, todo el mundo
se acaba convirtiendo en colaborador permanente y eficaz. Cuando un fenómeno de
este tipo ha ocurrido en la historia y la revolución francesa puede ser un
ejemplo, cada ciudadano se convierte en espía voluntario a la caza y captura de
traidores y las denuncias empiezan a amontonarse en las mesas de los fiscales.
Esto pasó con la inquisición.
En el ambiente de los conversos la tensión
era sostenida y dura porque cualquier detalle, alguna palabra equívoca o un
descuido involuntario podría interpretarse como signo de judaísmo. Cambiar de
sábanas el fin de semana podía parecer una forma de santificar el sábado y no
comer cerdo, acaso por una indigestión, permitía suponer que se seguía la ley
mosaica. Alonso de Jaén fue procesado por haberse orinado en los muros de una
iglesia y un tal González Ruiz por decirle a su oponente jugando a las cartas
que ni aunque Dios fuese su compañero, ganaría esa partida. Como en las épocas
de terror en las que cada ojo es un espía y las paredes oyen, el converso sabía
que hasta un despiste intrascendente podía suponerle una denuncia fatal. Ser
converso era igual a ser sospechoso. El tribunal de la Inquisición se encargaba
además de editar y publicar documentos en los que se describían las pistas para
descubrir a los judaizantes. Por eso los
cristianos viejos decidieron ir con el salvoconducto en el bolsillo para evitar
posibles confusiones.
Los conversos estaban cercados por todas
partes. Por los propios judíos porque los consideraban renegados de su religión
y por tanto los perseguían con saña. Por los cristianos viejos porque temían
que fuesen falsos conversos y judaizaran y por ello les producían una radical
desconfianza. Y por los mismos conversos porque a los auténticos, a los que
habían abrazado con sinceridad el cristianismo, les molestaba que unos hermanos
suyos actuaran con doblez y por su culpa todos se vieran en entredicho.
En este clima el secreto, como forma
normativa de actuación, ayudaba a enrarecer el ambiente. Como al acusado no le
decían ni los cargos que pesaban contra él ni el nombre del denunciante,
cualquiera podía ser el delator, lo que hacía aumentar la inseguridad personal.
Más de una vez una confesión a un amigo llevó a éste a sentirse obligado en
conciencia a la denuncia de esa confidencia o por miedo al infierno o
simplemente para no ser acusado de complicidad. Y en una situación así es
lógico que motivos espúreos de venganza personal o la imaginación de los
ociosos que veían judaizantes por todos sitios, provocaron más de una delación.
Y no siempre por mala voluntad porque si el propio converso se movía entre la
duda y la certeza, también el testigo sentía la angustia de decidir cuál era su
obligación.
La sospecha permanente y las conjeturas
mejor o peor fundadas eran el resultado de una especie de espionaje social que
cuarteaba el engranaje grupal por la desconfianza generalizada de sus miembros.
En estas condiciones fue como se consideró necesario para que no hubiera duda,
una señal externa que debían llevar siempre los condenados. Es el origen de los
sambenitos.
Denunciarse
Conseguir de alguien que se sienta
culpable es la mejor y más completa forma de dominación sobre un ser humano,
una manera de relaciones humanas más frecuente de lo que parece. Porque si uno
empieza a sentirse responsable de algo, es tal la angustia que le sobreviene,
que acaba convirtiéndose en guarda jurado de sí mismo y de esta forma el
dominador no necesita de otro mecanismo más eficaz. Cuando alguien se siente
culpable, se convierte en denunciante de si mismo, juez de si mismo y
condenador de si mismo incluso con mayor severidad que cualquier otro podría
hacerlo porque el remordimiento es el mayor castigo del ser humano. Y con esta
estrategia actuaba la inquisición.
La presión de la mayoría, los cristianos
viejos, de sus intereses ideológicos llevó a una situación de terror a los
conversos que trataban de liberarse de la presión autoinculpándose de sus
propios pensamientos y de sus tentaciones no abortadas del todo. El aislamiento interior de una conducta
reprobable cargaba las espaldas de quienes sólo se libraban del remordimiento a
través de la autodenuncia como el famoso caso de una monja que atormentada por
sus remordimientos decidió comer carne en viernes y acudir al tribunal para
contar su delito. Sólo a la tercera vez le condenaron a muerte. Las tensiones
interiores crearon culpas psicóticas de mala conciencia. Y de la misma forma
que muchos criminales han acabado reconociendo sus delitos para librarse del
remordimiento, bastantes conversos de buena fe creyeron que sus tendencias
naturales eran un pecado de idolatría del que necesitaban ser absueltos.
Y cuando no era el terror sicopatológico,
era simplemente la forma de adelantarse a la denuncia por si ésta se producía
como aquellos maridos que se autoinculparon de haber dicho a sus mujeres que la
fornicación no era pecado. Las mujeres lo confirmaron pero el miedo a que ellas
los denunciaran, les llevó a la propia confesión.
Nacer judío en la España del antiguo régimen era la mejor garantía de
una vida atormentada porque no tenían salida. Si permanecían fieles a su fe,
sufrían el destierro o persecución y muerte pero si optaban por abrazar el
cristianismo, se convertían en sospechosos de falsedad y estaban sujetos a
cualquier denuncia imprevista. En ese ambiente amenazante no hubo solución
general sino que cada uno de acuerdo a su posición social y a su poder
económico y político buscó su propia salvación, lo que no quiere decir que no
hubiera muestras de solidaridad entre los perseguidos.
El tribunal de la inquisición extendió más
tarde su influencia sobre los moriscos y los protestantes y aclaró algunos
casos de falsos conversos. La cuestión está en saber si mereció la pena tanto
sufrimiento humano. Su final definitivo fue en 1820 pero a los cinco años desde
Córdoba llegó una petición al gobierno pidiendo su restablecimiento porque se
estaba perdiendo la moral cristiana, que solía ser, decía la petición, una
segunda naturaleza entre los españoles.
………………………………..Cuadro…………………………….
Susana
vivía en Sevilla a finales del siglo XV. Era hija de Diego de Susán, judío
converso y uno de los señores más principales y adinerados de la ciudad. Además
de estas virtudes, Susana era conocida en la ciudad por su belleza y encanto
como la señora estupenda.
Molestos por la creación
del tribunal de la Inquisición, su padre y otros conversos importantes
celebraron una reunión secreta para levantar a la gente contra ella y
distribuyeron armas y dinero entre sus seguidores.
Susana, que estaba
perdidamente enamorada de un cristiano viejo, se enteró de lo que se preparaba
y por miedo a que su amante sufriera algun daño, denunció la conspiración a las
autoridades. Nada le podía venir mejor a la inquisición para consolidarse y
justificar su existencia que una situación como ésta. El resultado fue el
primer auto de fe, celebrado el día 6 de febrero de 1481, en el que fueron quemadas seis personas
atadas a un poste, entre ellas su padre.
Cuando Susana vio lo que
había provocado, se retiró a un convento pero, pasado el tiempo, lo abandonó y
ejerció de prostituta maldita por las calles sevillanas. Murió en la pobreza y en la miseria total,
llena de escrúpulos y remordimientos.
Fue su última voluntad que
su cráneo fuera expuesto públicamente para ejemplo y advertencia de los demás.
………………………………………………………………..
La expulsión de los judíos
K. y E
Mientras su familia dormía bajo unos
olivos a la hora de la siesta K. dio las gracias al Señor, recordando aquel
refrán castellano de que Dios aprieta pero no ahoga. Bien es verdad que hacía
un calor insoportable que atormentaba a los niños con crueldad pero al fin y al
cabo peor hubiera sido, pensaba para sus adentros, haber tenido que hacer el
viaje en invierno cuando guarnecerse del frio es mucho más duro y más peligroso
por la soledad de los caminos y la disminución de las horas de luz. K. de todas
formas sufría indeciblemente mientras seguía la ruta de Marchena en dirección a
Cádiz; y la caminata se hacía interminable, como si el destino en vez de
acercarse, cada vez estuviera más lejos.
K. iba con su esposa E. y los seis hijos
habidos en su matrimonio, el menor de los cuales apenas tenía un par de meses.
La mayor, E como su madre, no tenía aun doce años pero ya hacía funciones de
apoyo llevando encima a algún pequeño. Los demás hacían lo que podían porque
era necesario repartir la carga entre todos de acuerdo con las posibilidades de
cada uno. Como sostén último, la familia
llevaba un asno viejo conseguido a última hora a cambio de la pequeña huerta
que había sido su sustento. K. y E. habían nacido en la judería de Jaén en la
que siempre habían vivido, y se conocían de toda la vida, desde niños, pero
mientras la familia de E. había llegado del norte hacía un par de generaciones
huyendo, la de K. era de allí de toda la
vida. Cuando se casaron, vivían de trabajar una reducida viña en una tierra en
la que el vino era famoso. Hasta que
llegó la gran prueba. En sus conversaciones los judíos evitaban siempre la
palabra persecución. Decían prueba por aquello de prueba que Dios envía a las
almas para su fortalecimiento y ganancia del cielo, aunque alguno más osado se
atrevía a hablar de desgracia.
Aunque K. y E. eran temerosos de Dios y
todo lo confiaban a las razones divinas, no acababan de entender cómo tenían
que marcharse de una tierra suya en la que se perdía la historia de las
generaciones de sus antepasados que habían nacido, vivido y muerto en las tierras
de Castilla. Misterios insondables de Dios, se decían entre sí. El sabrá por
qué lo hace, replicaba siempre E. que era más sufrida, seguro que es por
nuestro bien y el de nuestros hijos. Pero cuando en el camino repetían una y
otra vez este razonamiento, siempre tenían que acabar en el silencio porque lo
más duro de todo era no haber podido llevarse lo que era más suyo de todo. Sus
muertos quedaban para siempre en España.
K. y E. habían decidido dirigirse al
puerto de Cádiz, sin tener muy clara la ruta que tomarían desde allí, quizá África
o tal vez algún puerto europeo del Mediterráneo, porque esperaban encontrarse
en el camino con familiares cercanos y con ellos encontrar sitio en alguno de
los barcos, quizá una nave de gavia o alguna carraca genovesa, que
correligionarios suyos más poderosos habían contratado para la travesía.
Pero el camino se hacía interminable por
el calor, el hambre, la sed y el cansancio de tantas leguas y leguas. Cuando el
estómago gritaba, algún bizcocho seco y a veces una fruta pagada a precio de
oro o regalada por algún cristiano compasivo, que muchos no podían contener el
dolor ante tanta desgracia. El asno hacía lo que podía pero los turnos tenían
que ser rígidos para darle algún descanso. Una noche E. tuvo un cólico casi agónico y entre las heces
se encontraron las monedas que había guardado para las emergencias.
A la amanecida de un lunes de primeros de
julio ya estaban frente a Lebrija en el cruce que algunos parientes habían
señalado para encontrarse.
……….
Cuando la lentitud cansina y agobiante de
la marcha de estos caminantes improvisados se hacía insostenible mientras los
plazos apretaban, J. el rabino les recordaba con todo su entusiasmo el camino
que lideró Moisés a través de Egipto y el mar Rojo, anunciando que las aguas se
volverían a abrir al paso de los emigrados forzosos. Y esta esperanza les
parecía segura porque ya habían aparecido algunas señales terribles del anuncio
de la llegada del Mesías, que estaba por llegar en cualquier momento. ¿Qué
había sido si no, decía el rabino, la aparición en las aguas del Mar Tenebroso
de aquella ballena que decían los que la habían visto que era uno de los
monstruos anunciado por los Profetas?
Pero M., al que algunos tachaban de
racionalista, era más práctico en sus juicios y por eso a veces chocaba con la
autoridad religiosa. A M. le jorobaba profundamente el trato que sus
correligionarios habían recibido de los reyes de España a cuya protección
estaban encomendados. Y como dedicaba parte de su vida a la lectura, estaba
bien informado y conocía las capitulaciones que se habían firmado con los moros
a los que habían expulsado del reino nazarí de Granada. Cómo es posible, repetía una y otra vez, que
a unos extranjeros, enemigos declarados de los reinos de Castilla y León, les
hayan permitido quedarse en la península. Y menos entendía que los reyes
hubiesen facilitado el viaje de forma gratuita a quienes deseaban volverse a lo
que al fin y al cabo era su tierra de moros e incluso hubiesen pactado con los
reyezuelos de África las condiciones de su regreso. O sea, decía a sus
compañeros de viaje, que a unos extranjeros infieles y derrotados en una guerra
legítima les dan todas las facilidades y a nosotros que no hemos pleiteado con
nadie sino que hemos cumplido con todas nuestras obligaciones con los reyes y
somos sus súbditos personales, nos expulsan de nuestras tierras y nos obligan a
caminar en las peores condiciones posibles.
Son nuestros pecados, replicaba una y otra
vez el rabino, los que nos han condenado. Y K. que era más piadoso y siempre se
ponía de parte del rabino, recordaba entonces que en ocasiones algunos
correligionarios se habían pasado en el interés de los prestamos e incluso que
una vez un vecino suyo trató de mala manera a un cristiano pobre porque no
pagaba lo que debía. Sin embargo siempre
había creído que eran pecadillos sin importancia. A lo mejor el rabino tiene
razón, le decía a E., su mujer, y entonces se acordaba de algunos malos pensamientos
que a veces le venían a la cabeza. Pero siempre esperaba el día del Perdón.
……………..
Casi al límite del plazo exigido por el
decreto de expulsión, la caravana de judíos en la que iban K. y E. con sus seis
hijos y el burro, llegó al puerto de Cádiz donde todo era confusión y caos.
Algunos miles de perseguidos pugnaban por encontrar un sitio en los barcos que
habían llegado al olor del negocio. Los
barqueros imponían exigencias mucho mayores de las pactadas con antelación ante
el final del plazo y la ventaja del tiempo. Monedas de oro, telas y cualquier
cosa que pudiera quedarles a estos infelices, debían entregarlo a los patrones
si querían un rincón en el barco. Y no había ninguna garantía de llegar a
puerto por aquello de los piratas, quién sabe si de acuerdo con los mismos
patrones. Los más fuertes de alma o de cuerpo se esforzaban por ayudar a los
desvalidos pero nadie podía evitar el olor a carne humana, a podredumbre y a
miseria total en Andalucía a finales del mes de julio. Y nadie aseguraba que el
mar se había abierto para hacerles el camino.
Pero la tensión mayor la ponían los que
regresaban a puerto. En unos casos porque era imposible mantenerse en las
condiciones del viaje, sin comida, sin agua, sin apenas poder moverse en el
barco y con los lamentos permanentes y trágicos de los niños. Otros contaban
historias mucho más repugnantes. A la llegada a los puertos de África les
esperaba una multitud de aves de rapiña que acababa por despojarles de cualquier
cosa que pudiera quedarles. Para robar valía todo, contaban los que volvían. Y
que muchos se quedaron en el camino de vuelta a dormir tranquilos y para
siempre en el mar.
A K. y E. no les quedaba nada con que
pagar el viaje aunque ya estaba contratado y pagado por otros judíos más ricos
pero la exigencia de los patrones era ilimitada. Con las últimas dos monedas
habían tenido que comprar unas cremas para el pequeño que se les iba de las
manos y de la vida por unas fiebres malignas que los físicos no podían atajar.
Entonces decidieron volver sobre sus pasos y acercarse a la primera iglesia
cristiana que encontrasen. Allí pedirían el bautismo para ellos y sus hijos y
se quedarían a vivir. Se acogerían a la caridad de su nuevo pueblo, trabajarían
en lo que pudieran pero esperaban que nadie apedreara sus ventanas en lo
sucesivo y que viniesen otros tiempos en los que todos tuvieran un trozo de
tierra para trabajar y dormir.
Y confiaban en que Dios lo entendería.
………………………….Cuadro……………………
El
decreto por el que se exigía a los judíos la conversión al cristianismo o el
destierro lo firmaron los Reyes Católicos en Granada el día 31 de Marzo de
1492. El texto es muy conocido y en él se exponen los motivos oficiales para
esa decisión. El plazo fijado fue de cuatro meses, hasta el 31 de julio.
En cuanto al número de los que se
marcharon, los expertos no se ponen de acuerdo por lo que hay docenas de cifras
circulando en los libros. Las más extremas quizá sean, por lo bajo, la de
100.000 y , por lo alto, en torno a 600.000. Los dos judíos más importantes en
la vida pública de los Reyes Católicos y que habían financiado la conquista de
Granada, tomaron decisiones encontradas a la hora de la expulsión. Abraham
Senior prefirió quedarse en España y convertirse al cristianismo mientras que
Isaac Abarbanel decidió acompañar a su pueblo en el exilio.
La descripción está hecha con algunas de
las dificultades que tuvieron en el camino y de las que han dejado constancia
los cronistas.
………………………………………………….
La usura
RAQUEL Y VIDAS
………………………………….Cuadro…………………….
A finales del siglo XI don Rodrigo Díaz de
Vivar, el Cid Campeador, es desterrado de Castilla por el rey Alfonso VI, el
mismo que conquistó Toledo a los árabes y el mismo del que no hay forma de
saber cuántas mujeres tuvo, además de sus cuatro esposas oficiales.
El Cid sale hacia Valencia acompañado de
sus vasallos, pero sin un duro para mantenerlos y hacer la guerra a los moros.
En esa tesitura y lamentándose de que no tiene otra salida, se le ocurre montar una treta para conseguir
liquidez y encarga del negocio a Martín Antolinez. Le dice que mande construir
dos arcas de cuero labrado y bien claveteadas, que las llene de arena para que
pesen mucho y a dos judíos amigos suyos les haga saber que son sus tesoros
ganados en la guerra de Andalucía y que está dispuesto a dejárselos en depósito
si recibe el precio adecuado de la fianza.
Raquel y Vidas, que así se llaman los judíos,
están casualmente contando sus ganancias con la usura cuando reciben al enviado
de El Cid y pactan el trato con seiscientos escudos, la mitad en oro y la otra
en plata. Martín Antolínez les pide además y como no podía ser de otra manera,
su comisión y le dan otros treinta escudos.
Pasado el tiempo, Raquel y Vidas reclaman
su dinero pero el poema de Mío Cid, que es el que cuenta esta historia, no
vuelve a hablar del asunto.
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