EPÍLOGO

  PARA PERROS, CERDOS Y OTROS

    La conquista y dominación de América fue posible en muchos casos por los animales que los españoles tuvieron buen cuidado en llevar siempre consigo. Unas veces sirvieron como alimento y otras como instrumento bélico como fue el caso de los caballos y los perros aunque luego en más de una oportunidad estos dos ejemplares acabaron en la olla cuando ya no servían para otra cosa y los gritos del estómago ahogaban las inquietudes bélicas. En el resto de los acontecimientos políticos y militares de 1492 no se conoce que tuvieran los animales ningún protagonismo especial, salvo los equinos como medio de transporte o arma guerrera. En la gramática son un término más pero en Cárcel de amor quizá falte un perro.
    Los indios no conocían los animales que nosotros llamamos perros. Ni los caballos, ni muchas otras cosas propias de la cultura europea. Tampoco los ilustres descubridores sabían nada del maíz ni del chocolate ni del tabaco. Al fin y al cabo en esto del conocer ninguno tenía ventaja aunque hubiera quien se creía más listo y a lo mejor hasta lo era. Porque sobre horizontes culturales es muy difícil escribir con objetividad.
    Los indios no conocían los perros. En su entorno había una especie de canes pequeños y fofos, al decir de los cronistas, que ni siquiera ladraban ni aullaban ni hacían otra señal de ruidos, gritos o gemidos; algo muy diferente de los lebreles, alanos y sabuesos españoles que ya tenían experiencias genéticas de participar en batallas contra hombres en la guerra y contra animales en los juegos de caza. Cuando Moctezuma andaba coqueteando con Cortés para evitar que llegara a la capital mejicana, cuentan que en uno de los correos que les envía, venían dos de esos animales de los que dicen que eran como perrillos.  Y cuando los mensajeros aztecas describen a su vez los perros de los invasores a Moctezuma, le dicen que son enormes, de orejas ondulantes y aplastadas, de grandes lenguas colgantes, que tienen unos ojos que derraman fuego y echan chispas, que no están quietos un momento y tienen el color de los tigres  por lo que el emperador se atemorizó tanto que el corazón se le encogió y le abatió la angustia.
     Los perros como arma de guerra adquirieron tal aprendizaje que podían distinguir un indio amigo de otro enemigo y tenían un olfato especial para percibir a los que eran caníbales con los que se cebaban de la manera más desconsiderada. Capaces de eliminar a dentelladas, mordiscos, zarpazos y arañazos a un ejército en pocos minutos, ajusticiaban a los naturales y su sola presencia llegó a servir para que éstos salieran huyendo multitudinariamente sin entrar en combate. Los documentos de los nativos están llenos de testimonios aterradores de sus experiencias. Cubiertos con colchas enguatadas para evitar las flechas, resolvieron muchas situaciones estratégicas, en especial cuando por la contextura del terreno, los indios huían de forma alocada, como gente suelta que eran, en expresión de los cronistas.
    Luego los perros sirvieron también para alimento. Al estilo de sus parientes lejanos de América, fueron en muchos casos carne salvadora cuando ya no quedaba otra cosa y habían cumplido su función guerrera. Primero para luchar y luego de alimento, en este caso como los cerdos y los pollos que si no hubiera sido por ellos los de Chile, por ejemplo, ni conquistan nada ni hubieran sobrevivido cuando después del incendio de Santiago sólo les quedaron dos cerdas, un cerdo ‑aquí el sexo fue definitivo‑ y un pollo y una polla con lo que pudieron iniciar de nuevo la granja. Y nunca que se sepa en la historia ‑salvo ahora con la industrialización‑ se ha seguido con tanto entusiasmo e interés la puesta de un huevo por una gallina así como toda su evolución posterior. Las piaras de cerdos siguiendo a los ejércitos y las concentraciones de aves permitieron salvar a más de un ilustre conquistador.
    Los perros por su parte, situados en un nivel de protagonismo muy superior y valorados sobre todo por su capacidad bélica, tuvieron su historia particular y privilegiada. Se seguían sus árboles genealógicos a la hora de encargarles misiones concretas y el precio de algún ilustre famoso era superior al de un soldado de a pie. Y entre ellos hubo sus héroes, sus dioses y sus líderes, vinculados en unos casos a la jerarquía de su amo y en otros a su propio prestigio personal. A veces fueron importantes por ambos motivos, como fue el caso de Leoncillo, hijo de Becerrillo, que fue el perro de Vasco de Gama y que como un hombre más entraba en el reparto de los beneficios después de cualquier batalla.
    De los caballos apenas es necesario decir nada porque, aunque no se ha hablado mucho de ellos este año, los manuales les han hecho de siempre algo de justicia. Ya se han contado muchas veces las circunstancias del miedo que le producían a los indígenas y cómo creyeron que jinete y caballo eran un solo ser por lo que se aterrorizaron cuando vieron que el supuesto animal se partía en dos. Los caballos fueron efectivamente tan importantes en la conquista de América que un cronista de Cortés llega a decir que después de Dios, no tenían otra seguridad que la de ellos. Y también que un caballo valía la vida de seis hombres. Con más precisión e importancia que en el caso de los perros, se seguían todas sus reacciones con observación científica y sus nombres y genealogías aparecen en las crónicas tratados con todo detalle.
     Recordar todo esto en esta época como epílogo a unas memorias puede resultar pedestre cuando han sido tantos los discursos   grandilocuentes que, al margen de condenar o salvar a sus protagonistas, han permitido reflexionar sobre lo que se festeja o se lamenta.  Pero para cerrar el círculo y colocar todas las piezas de la partida, es imprescindible y justo poner las cosas en su sitio, no sea que con los perfumes se nos escapen los cimientos y que, dedicados a las grandes conclusiones, olvidemos lo acostumbrado de cada día.
    Además puede ser más útil hacer este apunte olvidado en casi todos los casos que perder el tiempo en discutir si las cosas que se hicieron, fueron una gesta o un atropello cuando todas las generalizaciones son necesariamente insuficientes y por tanto falseadoras de la realidad, que es mucho más compleja. Y un epílogo también puede ser una nota, necesaria para el mejor entendimiento de lo que se ha contado, en este caso de los demás seres vivos que tuvieron un protagonismo obligado en los asuntos de Indias y de los que nadie se ha  acordado.

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