MUERTE DEL INCA ATAHUALPA (26 JULIO 1533)


 Cuando los españoles, dirigidos por Francisco de Pizarro y Diego de Almagro, lo conquistaron, el imperio inca era, junto al de los aztecas, el otro gran poder político de la América llamada precolombina, previa a la llegada de Colón.
Se extendía desde Ecuador hasta el centro de Chile y por el este ocupaba hasta parte de lo que hoy es Argentina. La capital era Cuzco y tenía unos 12 millones de habitantes cuando por esa época en España no se llegaba a los 8.
La tradición indígena recogida por los españoles hablaba de la historia de doce emperadores del imperio aunque sólo a partir del quinto, Cápac Yupanqui en torno a 1350, se puede hablar de historia. Pachacuti, el gran Reformador, que gobernó de 1438 a 1471, es considerado el Sapa Inca o emperador símbolo que consolidó el imperio no sólo en el terreno militar porque amplió sus fronteras, sino que estableció las bases jurídicas y organizativas que permitieron su definitiva consolidación.
El inca Huayna Capac, undécimo de la serie, que reinó de 1493 a 1527 ó 1528, representa el punto de inflexión del imperio. Su muerte, que coincidió con la llegada de los españoles, facilitó, por supuesto sin pretenderlo, la conquista pues supuso el comienzo de una guerra civil por su sucesión entre Huascar, número doce de la lista de emperadores y gobernador de Cuzco la capital, y Atahualpa, que pretendía destronarle con el argumento de que era su hijo. (Los nobles incas llevaban como signo del poder, unos pesados adornos en las orejas que les alargaban los lóbulos. Por ello los españoles les dieron el nombre de orejones con el que son conocidos y citados por todos los autores).

            Nacido en Quito en 1500, Atahualpa era en efecto hijo del undécimo inca, que, al morir, se da por hecho que decidió dejarle la parte septentrional del Imperio Inca, en perjuicio de su hermanastro Huáscar, el heredero legítimo, al que correspondió el reino de Cuzco. Aunque inicialmente las relaciones entre ambos reinos fueron pacíficas, la ambición de Atahualpa por ampliar sus dominios condujo al Imperio Inca a una larga y sangrienta guerra civil.
            En 1532, informado de la presencia de los españoles en el norte del Perú, Atahualpa intentó sin éxito pactar una tregua con su hermanastro que éste no aceptó. Huáscar fue vencido, apresado y trasladado como prisionero a la ciudad de Cajamarca. Posteriormente Atahualpa lo mandó matar.

El 15 de noviembre de 1532 los conquistadores españoles llegaron a Cajamarca y Francisco Pizarro, su jefe, concertó una reunión con el soberano inca a través de dos emisarios. Al día siguiente, el famoso históricamente 16 de noviembre, Atahualpa entró en la gran plaza de la ciudad, con un séquito de unos tres o cuatro mil hombres prácticamente desarmados. (De hecho no hay acuerdo sobre el número de soldados que pudieron acompañarlo. Las cifras van desde estos “tres o cuatro mil” hasta 30.000, pasando por 8.000). Allí se encontraba Francisco de Pizarro quien, con antelación, había emplazado de forma estratégica sus piezas de artillería y escondido parte de sus efectivos en las edificaciones que rodeaban el lugar.
Según narran las crónicas, el fraile Vicente de Valverde se adelantó para saludar al inca y le exhortó a aceptar el cristianismo como religión verdadera y a someterse a la autoridad del rey Carlos I de España; Atahualpa, sorprendido e indignado ante la arrogancia de los extranjeros, se negó a ello y, con gesto altivo, arrojó al suelo la Biblia que se le había ofrecido. Pizarro dio entonces la señal de ataque: los soldados emboscados empezaron a disparar y la caballería cargó contra los desconcertados e indefensos indígenas. Al cabo de media hora de matanza, miles de soldados incas yacían muertos en la plaza y su soberano rehén de los españoles.

Conocedor el inca de la codicia de los españoles por los metales preciosos, para obtener la libertad, se comprometió a llenar de oro, plata y piedras preciosas la estancia “hasta donde alcanzara su mano", lo que cumplió exactamente, sin que por ello quedara libre.  
Unos meses más tarde, las presiones de algunos cercanos a Pizarro, entre ellos el cura Vicente Valverde, Diego de Almagro y el tesorero Riquelme, consiguieron su condena a muerte, acusándolo de idolatría, fratricidio, poligamia, incesto, y de ocultar un tesoro.
Se le concedieron las dos últimas opciones: ser bautizado como cristiano y luego ahorcado o ser quemado vivo. Al escoger la primera opción, el cura Valverde lo bautizó con el nombre cristiano de Francisco.
Algún cronista asegura que vio llorar a Pizarro.
Fue ejecutado el 26 de julio de 1533.

Francisco Pizarro fue partidario de que hubiese un sucesor y eligió a Manco, un hermano de Atahualpa, que acabó enfrentándose a los españoles que lo derrotaron. Un hijo suyo cedió la corona a Felipe II pero sus hermanos la reclamaron. En 1572 fue capturado y ejecutado el último Sapa inca, Tupac Amarú.
Desde entonces muchos líderes revolucionarios han tomado ese nombre como símbolo de la lucha contra la opresión.

(Francisco Pizarro, como su amigo y compañero Diego de Almagro, era un oscuro e inculto aventurero con virtudes y defectos naturales y un sentido común más o menos desarrollado.  Sus comentaristas han dicho de él demasiadas cosas como para formar un perfil unitario: inculto, pérfido, ignorante, fanático, ingrato, avaricioso y cruelísimo; y también que no pregonaba lo que daba, que procuraba mucho por la hacienda del rey y que no sabía mandar fuera de la guerra y en ella trataba bien a los soldados; o que fue grosero, robusto, animoso, valiente y honrado.  Sin embargo la imagen mundial que se ha proyectado de Pizarro ha sido la del conquistador duro, frío y cruel, que por su incultura arrasó los valiosos testimonios de la civilización de los indios y ejerció la crueldad con matanzas inútiles y generalizadas entre los indígenas, la excusa de la leyenda negra. Un dato repetido hasta la saciedad sobre la biografía de Francisco de Pizarro es que nunca aprendió a leer o escribir y ni siquiera a firmar, algo que si no era importante para un conquistador, resultaba imprescindible para un gobernante. Cuando tenía que hacerlo, su secretario escribía su nombre entre las dos líneas que él pintaba.
Como muestra de su insensibilidad la historia le ha puesto sobre sus espaldas la responsabilidad de dos muertes muy significadas. La del inca Atahualpa y la de su antiguo amigo y compañero Diego de Almagro.
            En el caso de Atahualpa lo más sangrante fue que se le condenó a muerte después de que cumpliera su parte del pacto para quedar en libertad, entregando el oro y la plata que había prometido. Aquí Pizarro se sometió a las exigencias de un grupo de presión que era partidario de terminar con el inca lo antes posible para lo que no dudó en provocar que fueran alejados con encargos oficiales los que se habían hecho amigos de Atahualpa y defendían su causa, entre otros, Hernando Pizarro y Domingo de Soto. Pero los partidarios del inca se mostraron en desacuerdo con esa postura y cuando volvieron al Perú y se enteraron de lo que había pasado, se lo echaron en cara a Pizarro y le convencieron de que ni política ni humanamente había tenido sentido esa muerte y que incluso el procedimiento había sido una felonía. Los instigadores empezaron a echarse las culpas unos a otros e incluso el gobernador reconoció que había actuado con precipitación y culpó al cura Vicente Valverde y al tesorero Riquelme de haberle engañado. Francisco Pizarro entonces se puso de luto y nombró como Sapa Inca o emperador a un hermano de Atahualpa).