FRANCISCO DE VITORIA
No es asunto baladí analizar la moralidad
de las decisiones políticas aunque sea difícil y enojoso. Antes al contrario,
es una actitud necesaria para el mejor gobierno de la cosa pública y que se ha
hecho siempre, sobre todo en momentos históricos en los que se han debido tomar
decisiones de especial trascendencia. La
forma de pagar impuestos, las reglas de tráfico o cualquier otra posición de
los poderes públicos permiten y exigen una reflexión sobre los aspectos éticos
de la vida social, especialmente cuando están en juego valores tan
significativos como la vida o la muerte o la libertad de conciencia.
Con el descubrimiento de América se produjo
la confusión más absoluta por la cantidad de problemas morales y jurídicos que
surgieron y a los intelectuales les apremiaba la urgencia de buscar argumentos
que justificaran la presencia de España en las nuevas tierras descubiertas. El
debate sobre el derecho de conquista y de imperio estaba a la orden del día. Se
trataba de averiguar, entre otras cosas,
si le era legítimo a nuestro país hacer la guerra a los indios y
arrebatarle sus propiedades. ¿Era justa esa guerra? ¿Por qué? ¿Qué razones
podían presentar los conquistadores para meterse en tierras ajenas? Además el hecho mismo de la guerra ya era de
por sí bastante complejo. Francisco de
Vitoria en sus clases de teología se preguntaba si guerrear es siempre o no
pecado mortal, si es lícito matar en una guerra y en todo caso en qué
circunstancias: o entregar a las ciudades al saqueo y a la destrucción; si en
la guerra es lícito hacer daños que no nos reporten provecho; o matar a algunos
que ahora son inocentes y no dañan pero que si quedan con vida, dañarán
después.
En este ambiente el rey Fernando mandó que
se redactara un documento que resumiera la justificación legal del
descubrimiento y que sirviera para invitar a los indígenas a aceptar nuestro
imperio. Era el requerimiento que debía ser leído públicamente y que tenía como
objetivo evitar los abusos de los conquistadores y sobre todo dejar tranquilas
sus conciencias, porque aplicaba aquello de que el que avisa, no es traidor.
El
requerimiento
El texto, que tiene una extensión de algo
más de tres folios, después de presentar a los reyes de las Españas ("De parte del muy alto y muy poderoso
y muy católico defensor de la Iglesia, siempre vencedor y nunca
vencido..."), empieza explicando el origen del mundo y cómo de todas las gentes que hay por toda
la tierra "Dios, Nuestro Señor,
encargó a uno, que fue llamado San Pedro" para ser príncipe, señor y
superior, a quien todos obedeciesen y fuese cabeza de todo el linaje humano, y
al que le es permitido "juzgar y
gobernar a todas las gentes, cristianos, moros, judíos, gentiles y de cualquier
otra secta o creencia que tuvieren."
"Por
ello, continúa, os ruego y requiero a que reconozcáis a la Iglesia por señora y
superiora del universo y al Sumo Pontífice, llamado Papa, en su nombre; y al
Rey y la Reina, en su lugar, como a señores y superiores y reyes de estas islas
y Tierra Firme."
Y después de asegurarles toda clase de
privilegios y favores si así se comportaban, termina con estas amenazas: "Si no lo hiciereis y lo dilataseis
maliciosamente, os certifico que con la ayuda de Dios, os haré la guerra por
todas las partes y procedimientos que yo pudiere y os sujetaré al yugo y
obediencia de la Iglesia y a sus Altezas, y tomaré vuestras personas y a
vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos y como tales los venderé y dispondré
de ellos como sus Altezas mandaren, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos
los males y daños que pudiere como a vasallos que no obedecen ni quieren
recibir a su señor y le resisten y
contradicen. Y aseguro que las muertes y daños que de ello recibiereis, serán
por vuestra culpa y no la de sus Altezas ni mía ni de estos caballeros que
vinieron conmigo." Luego el escribano daba fe de lo que se había dicho
y de cómo se había realizado el requerimiento y si los indígenas no lo
atendían, la guerra ya era justa.
Pero puede imaginarse que la burocracia no
salvaba lo más importante por más que se cumpliesen todos los requisitos
establecidos. Por lo pronto es lógico pensar que para los naturales de aquellas
tierras, sin apenas salir de su asombro, con la sorpresa de unos seres extraños
que habían aparecido de improviso, el texto era un galimatías que no sabían por
dónde cogerlo. Una sociedad y una cultura cerrada, que desconocía la existencia
de otras civilizaciones, no podía asimilar de pronto una explicación del mundo
que nada tenía que ver con sus convicciones.
Y ello en el caso de que se cumplieran las formalidades previstas en las
disposiciones de los reyes. Porque el
asunto es que en demasiados casos el requerimiento se les leía a los indígenas
mientras estaban atados a un palo y después de la conquista. Otras veces se les
iba gritando en voz alta mientras huían hacia las montañas y hubo veces en que
se hizo por la noche cerca del poblado que se iba a atacar al día siguiente. En
algunos casos ni se traducía. Lo importante era que un escribano firmase que se
había leído y que los indios los habían rechazado aunque no entendieran el
idioma o no hubieran estado presentes. Y es que siempre hubo buenos y malos
funcionarios. Bartolomé de las Casas, que había observado alguna vez la escena,
ironiza con esta sugerencia a un conquistador: "Señor, me parece que estos indios no quieren escuchar la teología
de este requerimiento ni tenéis a quien hacérselo entender; por ello lo mejor
es guardarlo hasta que tengamos a un indio en una jaula para que lo aprenda
despacio y el señor obispo se lo explique."
La modernidad
Pero el asunto de debate del requerimiento
no era si se cumplían o no las formalidades. Como en muchas otras cosas de la
vida, no interesan tanto las maneras, con ser importante la forma de ejecutar
algo, cuanto el fondo mismo del asunto. Se podía discutir lo que se estaba
haciendo pero su fundamento ideológico estaba claramente dicho: España tenía
toda la legitimidad para conquistar y cristianizar las tierras descubiertas,
por una concesión del Papa Alejandro VI, que concentraba en si la primacía del
poder temporal y religioso de todo el orbe.
Y precisamente éste fue el argumento que
negó el Padre Francisco de Vitoria porque entendía que ni el emperador es señor
del mundo ni el Papa tiene potestad sobre todo el orbe, entre otros motivos
porque únicamente ejerce su jurisdicción sobre los cristianos. Seguía en eso la tradición de los dominicos
que desde el sermón de Antón de Montesinos cuestionaban totalmente lo de la
bula papal. Francisco de Vitoria entendía que la concesión del Papa no era
título legítimo y suficiente de dominio sobre las tierras que se acababan de
descubrir y que los indios eran los verdaderos dueños de aquellos territorios. En
aquella época esta afirmación causó sensación en los ambientes políticos e
intelectuales.
La modernidad empezó cuando se aceptó que
no hay ninguna potestad suprema universal ni siquiera por origen divino sino
que el derecho de gentes establece el principio de igualdad jurídica de todos
los pueblos, sea cual sea su cultura, su religión y sus costumbres. La
afirmación básica del padre Francisco de Vitoria fue que no hay derecho de
imperio, que en todo caso los títulos de legitimidad de la presencia de España
en América sólo podrían justificarse ateniéndose a este derecho de gentes.
…………………..Datos biográficos…………………….
El
Padre Francisco de Vitoria nació probablemente en 1483 y en la ciudad cuyo
nombre lleva aunque algunos autores prefieren Burgos.
Ingresó en la orden de los dominicos y en
seguida fue enviado a estudiar a París donde estuvo dieciséis años, primero
como alumno y luego como profesor.
Desde 1522 hasta su muerte
en 1546 dedicó toda su vida a la enseñanza de la teología, unos pocos años en
Valladolid y luego en Salamanca, ciudad en la que murió.
Que se sepa, se limitó a
estudiar y dar sus clases sin escribir nada. Se conoce su pensamiento a través
de los apuntes que tomaron sus alumnos.
Francisco de Vitoria llevó
siempre una vida alejada de la gestión de los asuntos públicos, dedicado sólo
al estudio y a la reflexión. Fue una persona modesta, silenciosa, mesurada y
prudente y de cuya sabiduría y vida tenía muy buena opinión el emperador Carlos
I. Como toda persona dedicada sólo al estudio y la docencia, estaba al día de
lo que se publicaba. Precisamente recibió más de una queja de sus amigos por su
decisión de no escribir nada.
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