CONQUISTA Y FUNDACIÓN DE CHILE

La historia de una traición

VALDIVIA

     A Lautaro le cogió un extraño sentimiento que le recorrió todo el cuerpo y que tenía un sabor contradictorio. Delante de él estaba el cadáver de un hombre entre mediano y alto, de rostro alegre, ancho de pecho y fornido como corresponde a una figura atlética, que aun conservaba el señorío que tenía cuando vivo. Pero ahora era sólo un recuerdo, triturado por un mazo de madera de un veterano de guerra compatriota. Aquel personaje tan importante, gobernador de Chile, había sido derrotado y muerto por el ejército araucano, siguiendo los consejos, la experiencia y la estrategia que había aprendido en sus años de lacayo de Valdivia y que ahora había aplicado en su contra. Era el 25 de diciembre de 1553, según el calendario español, a la caída de la tarde, cuando empieza el verano. Don Pedro Valdivia tenía 56 años. Había recibido la autorización para la colonización y conquista de Chile, en 1539 cuando tenía 42 años.
    Lautaro les había dicho a los generales de su ejército que no debían temer nada porque los invasores no eran dioses ni siquiera algo divino, sino hombres como ellos y estaban sometidos a sus mismas limitaciones; les había asegurado que los caballos eran animales a los que se podía vencer mediante el cansancio porque se fatigaban mucho con el calor, precisamente ahora que era verano; y que incluso don Pedro Valdivia era un hombre, un hombre especial como líder y jefe valiente, arriesgado, generoso de todas sus cosas, afable y sereno, de buen entendimiento aunque no muy buen orador, liberal y caballeroso, pero hombre en definitiva.  Por ello les aconsejó una estrategia de desgaste, mediante oleadas sucesivas de guerreros, que arrasó a los españoles.
    Lautaro había vivido con su amo Pedro de Valdivia, a quien tenía delante hecho una piltrafa, momentos muy intensos, situaciones‑límite entre la vida y la muerte, que ahora recordaba, quizá con remordimiento por lo que había hecho. Como cuando en 1541 el 11 de septiembre, los indios asaltaron la ciudad de Santiago, que apenas hacía medio año que había sido fundada, y fue tan grave la situación que si no hubiera sido por el valor de doña Inés Suárez, que mando decapitar a siete caciques que tenían detenidos ‑o puede que ella misma los matara, algo que no estaba muy claro sino para los dos guardianes de la prisión que nunca quisieron decirlo‑ todo se hubiera perdido. De todas formas no quedó, como escribió Valdivia, sino los andrajos que tenían para la guerra, dos porquezuelas y un cochinillo y casualmente un pollo y una polla, con que pudieron empezar de nuevo. También recordaba ahora experiencias sorprendentes como aquella vez en que vio morir a un negro a manos de una tribu india de tanto lavarlo porque creían que el color le venía por la suciedad. Y hasta presenció un comportamiento miserable del amo cuando engañó a sus soldados y les robó todos sus ahorros para llevarlos a Perú y querer demostrar que Chile era un país muy rico. Pero el desliz ya fue juzgado por la justicia española.  El recuerdo triste de ese desventurado acontecimiento que le quedaba, era el del corneta del regimiento que después de entonar una triste canción, rompió el instrumento contra unas rocas: ya no le quedaba absolutamente nada.

 Pedro Sancho de Hoz

     Ante el cadáver aun caliente, Lautaro no se sentía en modo alguno un traidor.  Era verdad que lo había abandonado de forma clandestina y por la noche cuando andan los fantasmas y los bandidos asaltan hasta las conciencias. El se había ido efectivamente una noche de luna de verano y sin avisar a nadie de sus intenciones y por ello sin despedirse de nadie. Pero no se consideraba un traidor. Mirando el cuerpo muerto de su antiguo señor, la parecía captar una expresión de comprensión para sus andanzas. Al fin y al cabo, la llamada de la sangre de sus hermanos era una fuerza muy poderosa a la que nadie podía resistirse. Es verdad que quizá se había pasado un poco en el protagonismo de la batalla pero era sólo un pecadillo porque cuando las cosas llegan al punto en que habían llegado, de forma que eran o tú o yo, ahí no había más remedio que elegir decisivamente.
    Quien sí le parecía a Lautaro una persona absolutamente despreciable, era Sancho de Hoz que había intentado por cuatro veces asesinar al jefe aprovechando siempre cualquier ventaja y fue únicamente la magnanimidad del gobernador quien le perdonó siempre la vida. De Sancho de Hoz sí pensaba que era una persona despreciable porque en vez de colaborar lealmente en la empresa común, sólo buscó la zancadilla de la rebelión. Y de él solía decir que sólo merecía una muerte lenta y dolorosa.

 Jerónimo de Alderete

     Por el contrario valoraba en mucho la actitud de sumisión, respeto y cariño que tenía para con su señor Valdivia su amigo Jerónimo de Alderete. Alderete representaba el compromiso total con una idea encarnada en una persona. Y consumió su vida en atención y cuidado a su jefe, al que le seguía ciegamente. Jerónimo de Alderete ya estuvo con Pedro de Valdivia desde sus tiempos en las guerras de Italia y le fue fiel hasta la muerte en un destino incierto como era la travesía colonizadora de Chile.
    A Lautaro le parecía que el sentido de la vida de Jerónimo era servir a su señor, facilitarle las cosas, resolverle las dificultades y recibir las bofetadas que podían llegar al gobernador. El amigo que al mismo tiempo es hermano menor, colaborador permanente y leal y acaba diluyendo su personalidad en el otro.

 Inés Suárez

     Donde Lautaro perdía el sentido y no era capaz de entender casi nada, era en el asunto de las mujeres. Por lo pronto le parecía razonable que su magnífico señor tuviera una mujer, e incluso otra en España, porque en su opinión las mujeres son necesarias para atender las labores de la casa y dar gusto a las otras necesidades. Ya lo decía don Pedro que había recogido a doña Inés para servirse de ella en sus necesidades, por ser mujer honrada, para que tuviese cargo de su servicio y limpieza y para sus enfermedades.
    Pero empezaba a patinarle la razón cuando le explicaron que a su señor lo habían juzgado en un tribunal y que una de las acusaciones contra él era que estaba viviendo amancebado con doña Inés Suárez, por lo que debía de dejarla y buscarle un marido para legitimar su situación. Esto le parecía chino. ¿Cómo un cacique, se preguntaba y preguntaba, no puede tomar para sí todas las mujeres que quiera? ¿Acaso el jefe no es el dueño de todo y puede disponer de lo que le parezca? Y ¿qué es eso de amancebarse? La decisión y la palabra del jefe legítima todas las cosas, pensaba para sus adentros.
    Para aumentar la confusión, Lautaro veía con extrañeza que don Pedro no tuviera, como es propio de un señor tan importante, un harén completo de mujeres aun cuando hubiera alguna más principal, y se limitara de hecho a una sola, doña Inés. Precisamente en esto basaba su argumentación para justificar que su señor no tuviera hijos, algo que también le resultaba incluso molesto. Cualquier jefe que se precie, decía él, no tiene menos de cien o doscientos hijos mientras al gobernador no se le veían esas intenciones. Y ¡cómo va a tenerlos con una sola esposa!, repetía. ¡Anímese, le insistía, cuando estaba a solas con él, anímese y búsquese unas docenas de mujeres que le hagan padre feliz y gobernante ejemplar! Lautaro creía, como otros muchos indígenas, que la fertilidad de una tribu dependía de su jefe natural y con la austeridad del gobernador el horizonte lo veía negro de nubarrones.
    Pero donde a Lautaro se le quebraban todas sus expectativas culturales, era cuando veía a doña Inés dejar su papel de mujer humilde, servicial y recatada como correspondía a su sexo, y tomaba las riendas de la gobernación casi con tanto vigor como su dueño y señor. Estas actitudes en una mujer no podían encajar en la mentalidad de un indígena acostumbrado a una sociedad cerrada en la que estaban perfilados al detalle los roles femeninos de servicio al varón. 
    Con ésta y otras nostalgias, a Lautaro no le desaparecía ese gesto contradictorio y burlón ante el cadáver del que había sido su amo y que ahora era un cuerpo humillado y destrozado. Se sentía enorgullecido de haber derrotado al poderoso pero no podía olvidar el cariño y el respeto que un día sintió por un gran hombre justo. No se atrevió a pronosticar quién ganaría la guerra pero intuía que la maquinaria bélica de los españoles era casi invencible aunque perdiese alguna batalla pero tampoco quería renunciar al placer de un triunfo personal. Al fin y al cabo, pensó, la vida no es sino una rueda en la que unas veces estás arriba y otras abajo.

………………………Cuadro……………………
     Las primeras impresiones que tuvieron los españoles sobre lo que después se llamó Chile, no pudieron ser más pesimistas. El terreno parecía baldío, sin interés económico y con especiales dificultades para su colonización. El hecho de que la parte norte como entrada desde el Perú fuese un gran desierto y el que los incas no hubieran podido controlarlo militarmente, confirmaba estos pronósticos.
    Por eso Francisco de Pizarro se quedó como una piedra cuando un capitán suyo, Pedro de Valdivia, vino a pedirle licencia para descubrir y conquistar las tierras chilenas, una operación que nadie quería ni regalada. Sin embargo Valdivia, que deseaba pasar a la historia como colonizador, vendió toda su fortuna ‑los conquistadores tenían que pagarse sus expediciones a cambio de los beneficios que obtuvieran, salvo impuestos‑ pero fue  insuficiente porque nadie quería enrolarse en una aventura imposible. Al final tuvo que pedir ayuda económica a un mercader español, Francisco Martínez, con el que pactó que serían socios a medias.
    Pero justamente cuando iban a partir, se presentó en Perú Pedro Sancho de Hoz con una autorización real para conquistar el reino de Chile. Pizarro resolvió el conflicto decidiendo que Valdivia y Sancho de la Hoz compartieran la empresa y repartieran gastos y beneficios, lo que supuso a Valdivia quedarse sólo con el 25%, después de su pacto con Francisco Martínez. Así su situación no podía ser más comprometida: su mujer en Salamanca, a la espera del regreso una vez rico y poderoso, su fortuna empeñada y teniendo que compartir todos los beneficios, la tierra que esperaban conquistar sin valor económico y la demanda de  enganche casi nula porque nadie quería arriesgar nada. Por fin salió de Cuzco en enero de 1540 llevando toda la esperanza del mundo pero con sólo de siete a doce soldados, una mujer, unos cientos de indios y algunos negros.  Hacía poco tiempo que Diego de Almagro había fracasado con 500 profesionales.
    Pedro de Valdivia había nacido en La Serena en 1497.  Como bastantes conquistadores de la época, aprendió el arte de la guerra en Italia y pasó a América hacia 1534. Allí se enroló en el ejército de Francisco Pizarro y con él participó en sus guerras contra Diego de Almagro. El 23 de diciembre de 1553 salió para el fuerte de Tucapel y de él nada más supo. Sólo por testimonios indirectos de indios se tienen algunos datos. Parece segura la intervención de un antiguo lacayo indio, Lautaro, que adoctrinó a sus compatriotas en las costumbres españolas, con informes decisivos para la derrota. Un cronista asegura que antes de matarlo con una gran porra, le cortaron los brazos desde el codo a las muñecas y los comieron asados en su presencia.
    En su testamento cedió la gobernación a su amigo Jerónimo de Alderete, que se encontraba en España a dónde había venido entre otras cosas a recoger a la mujer de Valdivia. Alderete no pudo tomar posesión porque murió loco en el camino de regreso a Chile.
………………………………………………………………………………….

No hay comentarios: