ENRIQUE V Y EL PAPA PASCUAL II FIRMAN EL TRATADO DE SUTRI, CON EL QUE PRETENDÍAN PONER FIN A LA QUERELLA DE LAS INVESTIDURAS (9 FEBRERO 1111)

     Lo que en la historia ha quedado definitivamente como “querella de las Investiduras” fue, dicho en lenguaje familiar, una pelea por el poder que mantuvieron determinados papas y algunos responsables de Estado, personificados en dos emperadores. Se trataba por una parte de la intención y propósito papal de imponer la doctrina de que el poder temporal estaba sometido al poder espiritual y ello suponía, por ejemplo, que hasta que un papa no aceptase a un emperador, éste no tenía aún la autoridad, de que el papa estaba por encima de los reyes o emperadores a los que tenía que legitimar. Mientras que a su vez, por la otra parte, el asunto era que el poder civil consideraba tener derecho, tal como se venía haciendo “desde siempre”, a elegir a obispos, regidores, dignatarios eclesiásticos (y hasta al mismo papa), dada la incidencia política, social y económica que traían consigo estas jerarquías supuestamente sólo religiosas. El papa defendía que él era quien elegía los cargos eclesiásticos mientras que los poderes civiles mantenían que ellos no dependían de la voluntad papal.
    A partir de ese planteamiento se fueron sucediendo a través del tiempo diversos incidentes y discusiones. Ello ocurrió entre los años 1075 y 1122, fecha que fija su fin en virtud del Concordato de Worms.
     En febrero de 1111, en torno al día 9, el papa Pascual II y Enrique V firmaron un acuerdo con el que se pretendía poner fin al conflicto. Pero no ocurrió así y el enredo siguió un año más. La querella había sido desencadenada por el Papa Gregorio VII (1073-1085) y el Emperador del Sacro Impero Romano Germánico, el hoy alemán Enrique IV (1050–1056-1106).

     En aquella época los cargos eclesiásticos eran nombrados en muchos casos por los poderes civiles, los reyes. Hay que tener presente que entonces, por ejemplo, un obispo, además de una autoridad religiosa, era sobre todo un poder político, económico y militar. Las diócesis, los arciprestazgos y demás puestos similares, tanto por donaciones privadas como públicas, reunían inmensas riquezas y, aunque también había diócesis pobres y de escaso valor representativo, otras estaban encumbradas en todos los órdenes civiles, formaban parte de la corte e intervenían en las grandes decisiones del estado. Recuérdese que a veces los titulares ni aparecían por sus sedes eclesiásticas, siempre pendientes de su prestigio y poder personal y de los graves asuntos públicos. En estas condiciones parece lógico que al rey le interesara poder nombrar y destituir a quien casi podía hacerle sombra.
    Y aquí vino el problema, cuando el año 1075 el recientemente nombrado papa, el monje Hildebrando, Gregorio VII, promulga un decreto en un tono muy mandamás y firme en el que, a través de 27 puntos, trata de modificar el statu quo vigente.
    Viniendo como venía de vivir en un convento y con la mentalidad de la preponderancia de lo espiritual sobre lo material, establece la absoluta supremacía del papa, manifestando que sólo él tiene el poder de nombrar obispos y demás cargos eclesiásticos. Pero no solo es eso sino que su concepción del papado le lleva a exigir también el sometimiento del emperador y los príncipes que están subordinados al papa. cuyo nombramiento tiene que ser refrendado por él. En definitiva, preconiza la teoría del poder omnímodo de la iglesia sobre toda soberanía y jerarquía temporal.
    (Al mismo tiempo, en el ámbito eclesiástico, prohíbe la venta de cargos eclesiásticos y exige a los clérigos vivir célibes, de acuerdo al decreto que el papa Nicolás II había preconizado unos años antes, si bien en ese momento del devenir histórico se impuso esta condición para evitar el carácter hereditario de los feudos y propiedades ante una posible descendencia y los derechos de los hijos).

     Como era previsible, no aceptó el emperador Enrique IV esta doble pretensión papal, especialmente la de colocarse por encima de los reyes, transformando el papado en una especie de rey universal, sobre todo y sobre todos y no modificó sus prácticas: siguió nombrando obispos en Alemania, más aún, nombró arzobispo en Milán, territorio que había rechazado de cuajo las nuevas directivas papales. Y así empezó una serie de trifulcas entre los dos, Gregorio VII y Enrique IV, que con los debates teóricos de uno y otro bando, es lo que se llama la “querella de las investiduras”. ¿Tenía el papa derecho a investir como tal al emperador?, ¿era el poder religioso, papal y eclesiástico, un poder de poderes ante el que tiene que someterse cualquier otro o, por el contrario cada uno en su sitio? Más o menos así es ahora pero en aquellos tiempos de comienzo del siglo…

   Gregorio VII llama la atención al emperador por su desobediencia; este por su parte convoca a un conjunto de obispos que lo apoyan y se niegan a reconocer las nuevas directrices; el papa recurre a la excomunión y lo destituye de la corona imperial; Enrique decide entonces pedir perdón al papa y reconciliarse con él para lo que marcha a la población de Canosa, donde el pontífice se encuentra, y tras pasar tres días y tres noches de invierno a la puerta del castillo, es recibido por el papa que le perdona, le levanta la excomunión y le restablece en su puesto por lo que ya sus enemigos no tienen excusa para exigir su cese; no obstante, mientras tanto, estos, aprovechado la ausencia del viaje a Italia, han elegido a su cuñado Roberto de Suabia; Enrique exige de Gregorio una condena firme para Roberto y, al no obtenerla, convoca de nuevo a los obispos partidarios suyos; el papa confirma al cuñado; y el emperador destituye al papa nombrando un antipapa, Clemente III. Con lo que en la práctica ya hay dos papas, dos emperadores y un conflicto sangriento ente ambos en el que sufrió todas sus consecuencias el pueblo de Roma.
     El papa, que ha huido a Salerno, muere en 1085 y es sustituido por Víctor III (1086-1087), al que costó convencer pero que, dada la brevedad de su reinado, solo intervino en esta querella para confirmar la excomunión de Enrique. Urbano II (1088-1099), que ha pasado a la historia por haberse “inventado” las cruzadas al convocar la primera, aunque lo intentó con otra refriega sangrienta que sufrió horriblemente también el pueblo romano, apenas pudo vivir en Roma por estar ocupada por el antipapa Clemente III.
     Le sucedió Pascual II (1099-1118) que ensayó sin resultado similares procedimientos a los empleados por sus antecesores pero en 1106 moría Enrique, pasando el trono imperial a su hijo Enrique V. Y, aunque este al principio mantuvo la misma intransigencia, (habían muerto tanto Clemente III como sus sucesores) poco a poco se fueron acercando las posturas entre ambos, el papa Pascual y el nuevo emperador. A Pascual, más pegado a la realidad le parecieron algo exageradas las pretensiones de su antecesor Gregorio y el nuevo emperador por su parte trataba de llegar a un acuerdo para poder ocuparse de otras cuestiones. Así en líneas generales, los clérigos se dedicarían solo a la tarea religiosa y renunciarían al poder temporal y a sus posesiones de concesión real mientras que el emperador lo hacía a su vez a intervenir en los nombramientos eclesiásticos. Con el acuerdo cerrado (hay diversas interpretaciones, que ahora no procede exponer, sobre este acuerdo en cuanto a si fue impuesto por Enrique y otros matices), se decidió dar carácter público al documento en una ceremonia, a celebrar en Roma el 9 de febrero de 1111, en la que al mismo tiempo el papa investiría a Enrique emperador. El caso fue sin embargo que, leyendo el pontífice el documento, los clérigos presentes (abades, prelados y demás dignatarios eclesiásticos incluidos los cardenales) viendo que a fin de cuentas todo se arreglaba con el precio de que ellos perdieran sus riquezas, se amotinaron, impidiendo al papa finalizar la lectura del documento. El emperador mandó a sus tropas a detenerlos y aquello acabó de la peor manera posible.
     Pascual se vio obligado a firmar un nuevo documento, esta vez del emperador, que, una vez en libertad y ante las presiones de los cardenales, desechó, volviéndose de nuevo a la coacción, la violencia y la excomunión de Enrique V. “La querella de las investiduras, que por un fugaz momento pareció llegar a su fin, se intensificó si cabe. Pascual II murió en 1118 sin haber avanzado en el camino de la solución”.

     Pero el acuerdo final estaba cerca. La querella se mantuvo hasta la llegada del Papa Calixto II (1119-1124), sucesor de Gelasio II (1118-1119), que lo había sido de Pascual, quien firmó el Concordato de Worms en 1122 confirmado muy poco después por el Concilio de Letrán (1123).

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