Conocidos son los graves problemas estructurales que sufre Bélgica, problemas no nuevos porque ya empezaron a aflorar en el momento de su constitución. Dos culturas, dos idiomas, dos capacidades económicas y sociales que hacen que haya quien considere que lo único que en este momento ofrece estabilidad, la única institución que asegura, aunque sea casi a trancas y barrancas, la continuidad del Estado es la monarquía. No es baladí por ello estar muy atentos a los movimientos y conductas que dimanan de sus miembros. En este contexto la trayectoria política de Leopoldo III, cuarto rey del país, tiene una repercusión especial por haber sido depuesto en su día por las fuerzas parlamentarias y obligado por la presión social y política a entregar sus poderes a su hijo Balduino. La razón que se adujo fue la escasa fuerza y convicción con que se opuso a los nazis.
Como ha ocurrido en Europa a lo largo de toda la historia, muchos han sido los avatares de todo tipo que han sufrido sus gentes y sus territorios. En la época del imperio español, por ejemplo, los Países Bajos o una unidad política llamada las “Diecisiete Provincias de los Países Bajos” (integrada aproximadamente por lo que hoy es Holanda, Bélgica, Luxemburgo, una parte del Norte de Francia y otra del Oeste de Alemania) pasaron a dominio nuestro con ocasión de la boda de Felipe (I, el Hermoso), hijo del emperador alemán Maximiliano, con doña Juana (“la Loca”), hija de los Reyes Católicos a principios del siglo XVI. Después, lo que hoy constituye Bélgica perteneció a Austria; en 1794 se integró en Francia; y el Congreso de Viena (un encuentro internacional convocado para restablecer y estabilizar las fronteras de Europa tras la derrota de Napoleón, que se celebró en 1814-15) obligó a integrar lo que hoy es Holanda y Bélgica en una sola entidad política, ”Reino Unido de los Países Bajos”, dirigido por el rey de Holanda Guillermo I. entidad que Bélgica acabó rompiendo en 1830 para constituirse ya como Estado independiente, tal como lo es en este momento.
(Esta decisión de separarse de Holanda ya era previsible desde el primer momento: las trampas que se hicieron en la votación para que saliera que los nobles belgas estaban a favor de la integración ya mostraron a las claras que todo era ficticio y no tenía consistencia pero se optó por seguir adelante a ver si con el tiempo se iban mitigando las diferencias. Mas todo ocurrió al revés de lo que algunos deseaban. Las incompatibilidades de los dos pueblos y las pocas ganas belgas de aceptar lo que en la práctica era una absorción lo hicieron imposible: Al Norte, el holandés sociológicamente protestante y, al Sur, el belga, católico, con todas las cargas de las históricas guerras de religiones; la diferencia de población (3,5 millones de belgas por 2 de holandeses) que generaba un temor de estos últimos y les llevaba a frenar las inversiones en el territorio del Sur, con la consiguiente protesta y resquemor belga; y la situación económica de la que se partía con gran ventaja para los holandeses.
Pronto las tres potencias de la época (Prusia, Austria y Rusia) comprendieron la inviabilidad del proyecto y acabaron aceptando la partición en dos Estados independientes. Tras una conferencia en enero de 1831, se estableció un gobierno provisional, se decidió que fuese una monarquía y se ofreció el trono a algunos candidatos pero finalmente fue un noble alemán, el príncipe alemán Leopoldo de Sajonia-Coburgo-Gotha (tío de la reina Victoria de Gran Bretaña), quien se convirtió en Leopoldo I de Bélgica el 21 de julio de 1831.
Leopoldo III es el cuarto rey de Bélgica, con este esquema biográfico: nace 3 de noviembre de 1901; toma posesión como rey el 23 de febrero de 1934; termina su reinado el 16 de julio de 1951; y muere el 25 de septiembre de 1983.
Tras participar en la Primera Guerra Mundial como soldado de a pie voluntario, dedicó un tiempo al estudio, casándose a continuación en 1926 con la princesa Astrid de Suecia. Su boda le proporcionó mucha popularidad por el carisma personal y la sencillez de su esposa, que cayó espléndidamente a los belgas en una época, además, complicada por las repercusiones que el crack del 29 tuvo en su país. Ella se dedicó a crear estructuras y sistemas de ayuda a la gente que aminoraran los problemas y dificultades que estaban padeciendo.
En 1934 su padre, Alberto I, mientras escalaba una montaña sufrió un accidente que le ocasionó la muerte, por lo que Leopoldo, como Leopoldo III, asumió esa responsabilidad el 23 de febrero de 1934.
Al año siguiente tuvo la desgracia de perder a su mujer en un accidente, esta vez automovilístico. Con ella había tenido tres hijos: Josefina Carlota (1927-2005); Balduino (1930-1993) que le sucedió y estuvo casado con la española Fabiola; y Alberto (1934), que a su vez sucedió a su hermano al no tener este hijos y que ha reinado con el nombre de Alberto II hasta el 21 de julio del año pasado cuando ha abdicado a favor de su hijo Felipe.
Partidario de practicar una política exterior rigurosamente neutral y no dependiente, Leopoldo III abandonó las alianzas defensivas que su padre había firmado con Francia y con Alemania por las que se renunciaba al uso de la fuerza en las relaciones internacionales recíprocas. No obstante, viendo el comportamiento agresivo del ejército alemán, determinó preparar a su país ante una posible agresión por parte de la Alemania. Para ello asumió el mando supremo del ejército belga, pidió ayuda a Francia y Gran Bretaña e impulsó incluso con su propio dinero la construcción de una línea defensiva. Pero, como era de prever, nada de esto ayudó y en mayo de 1940 las tropas nazis invadieron Bélgica. En estas condiciones, viéndose rodeado por las tropas alemanas, el 28 de mayo, prácticamente a los quince días, decidió capitular.
Y con esta decisión empezaron los problemas de entendimiento con su pueblo y la clase política dirigente, en especial con su gobierno que se había marchado a Londres y que decidió quitarle la legitimidad de su reinado. Incluso la opinión pública belga le acusó de traidor y colaboracionista con el ejército alemán.
De nada sirvió que fuese hecho prisionero, primero en un castillo y posteriormente llevado a Alemania, donde permaneció hasta el final de la guerra. Y tampoco los enormes esfuerzos que hizo por obtener la libertad de los prisioneros belgas, labor en la que consiguió, según se reconoce, la liberación de unos 500.000 belgas deportados por los nazis. Y hasta complicó más las cosas al contraer nuevamente matrimonio, el 11 de septiembre de 1941. Lo hizo con, una joven de 24 años, hija de un destacado político conservador, Mary Lilian Baels. Realizar tan importante acontecimiento en plena ocupación enemiga y con el recuerdo aún vigente de la difunta reina Astrid fue una torpeza mayúscula que acabó por distanciarle definitivamente de su gente. Tan obvio era esa posible reacción que se trató de aplazar la fecha de la boda pero resultó imposible pues la novia estaba embarazada y ello impidió el retraso. Leopoldo decidió que no sería proclamada reina de Bélgica, sino solo Princesa y los hijos que tuvieran quedaron excluidos de la sucesión de la corona, mas esa decisión tampoco sirvió para nada,
Cuando Bélgica fue liberada, en 1944, la Asamblea Legislativa de su país nombró a su hermano Carlos rey regente en ausencia suya y, al intentar regresar, tuvo que marcharse a Suiza ante la oposición de los partidos más principales que exigían se aclarasen todas las cuestiones sobre su actuación durante la guerra. Pero, aunque en 1946, una comisión de investigación le eximió de toda culpabilidad y lo mismo aprobó, con el 57% a su favor, un plebiscito el 12 de marzo de 1950, regresando a Bélgica el 22 de julio de 1950, al final, tras una fuerte campaña política y social en su contra, no tuvo más remedio que abdicar en favor de su hijo Balduino, el 11 de agosto de 1950. Era la única forma de evitar un mayor deterioro político suyo y del país.
Muchos comentarios y opiniones se han formulado sobre todo esto, sobre su actuación y la de su pueblo. Fue sin duda un desencuentro desgraciado, tal vez confuso y equivocado. Pero así es la vida y así es la historia.
Hasta su muerte, Leopoldo III y la princesa de Réthy fijaron su residencia en Bruselas.
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