La de Montjuic, en Barcelona, es una batalla que tuvo lugar el 26 de enero de 1641 y que forma parte de la que se llamó “La guerra de los segadores”, un enfrentamiento bélico que afectó a gran parte de Cataluña entre los años 1640 y 1652. La chispa que originó formalmente todo este episodio bélico fue un incidente callejero que se produjo en Barcelona del día del Corpus del año 1640, el 7 de junio, y que se cita como el “Corpus de Sangre”.
Aunque algunos textos utilizan una palabra gruesa, el término “asonada”, dando a entender que la escenografía estaba minuciosamente preparada (algo que no está claro en absoluto), este episodio que prendió la situación y dio origen a la sublevación fue un suceso callejero, en principio no demasiado grave, un reyerta entre un grupo de segadores y campesinos con algunos soldados castellanos, en la que un segador quedó malherido. Ocurrió, como se ha dicho, el día 7 de junio del año 1640 y ha quedado fijado en la historia como “El Corpus de Sangre”.
Solían acudir por aquel tiempo a la ciudad de Barcelona, con ocasión de la fiesta del Corpus, segadores y campesinos, que andaban en cuadrillas por la ciudad a veces en número muy elevado (se dice que aquel año podían llegar a los 2.500). También se encontraban muchos soldados, oficiales y miembros del ejército real, concentrados allí con ocasión de las guerras con Francia. El caso es que, por lo que después se dirá, los barceloneses no miraban bien a los militares castellanos y, coincidiendo ambos colectivos, lo lógico es que, al toparse unos con otros por las calles y las plazas comenzaran al menos las mofas, los roces y las pendencias. Los que hoy llamaríamos fuerzas de seguridad y orden empezaron a actuar en uno de estos altercados y, al tratar de detener a un segador, éste resultó herido: sus compañeros acudieron en seguida a defenderle y vengarse y, como estos eran muchos más, soldados de la milicia que estaban de guardia junto al palacio del virrey, viéndose en inferioridad, comenzaron a disparar, lo que acabó por excitar de tal modo a los segadores que, enardecidos, acabaron gritando contra el rey Felipe IV y su mal gobierno mientras daban gritos de ¡Viva Cataluña! y ¡Venganza! A partir de ahí ya es de suponer que la tensión del momento fue creciendo progresivamente. Los soldados “para mantener el sosiego de la ciudad, contribuían a que el tumulto fuese mayor” mientras que algunos grupos de segadores, guiados y engrosados ya por vecinos de la ciudad, acabaron rodeando la casa del virrey, el cual dudando sobre qué hacer, cuando al fin se decidió a huir hacia el puerto para escapar en un barco, acabó muerto con cinco cuchilladas en el cuerpo.
Los disturbios, además de extenderse por otras zonas y ciudades de Cataluña en los que había tropas castellanas, continuarían en Barcelona durante los días siguientes y el balance se cerró, según las fuentes, con un total de entre 12 y 20 muertes, mayoritariamente funcionarios reales. “Los revoltosos se apoderaron de la ciudad durante tres días”.
Mientras en Cataluña se hicieron cargo del poder la Diputación y el Consejo Municipal, en Barcelona iba volviendo la calma pero no así en las zonas rurales en las que desde los púlpitos se animaba a defender las libertades catalanas, hasta el punto de que el obispo de Gerona excomulgó a dos regimientos que estaban allí instalados, lo que llevó a mezclar el orden político con la religión.
Este levantamiento, y en especial la muerte del virrey, catalán de nacimiento, Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, marcó el inicio de la sublevación de Cataluña de 1640 o Guerra de los Segadores (1640-1652). Ya no fue posible la vuelta atrás. Unos y otros así lo entendieron. Y, aunque en los dos bandos, como suele ocurrir en estos casos, hubiese voces que aconsejasen la calma y trataran de evitar la confrontación militar, no tuvieron éxito.
Unos y otros deciden prepararse para la guerra. En Madrid, al llegar la noticia, lo primero que se plantearon fue evitar el vacío de poder nombrando un nuevo virrey para a continuación decidir que el rey saliese de Madrid, acompañado de un ejército, “el mayor que pudiese formarse”, hacia Zaragoza con la excusa de celebrar Cortes en Aragón.
En Cataluña, por el contrario, conscientes de su incapacidad militar para enfrentarse al ejército real, deciden solicitar ayuda a Francia, una iniciativa que a los franceses, en el enfrentamiento que tenían con España dentro de “La guerra de los treinta años”, les pareció de perlas y en seguida enviaron un ejército de 3.000 hombres, con cargo naturalmente al erario catalán.
Mientras el ejército real se aproxima victorioso hacia Barcelona con 20.000 hombres y recupera Tortosa, Cataluña se convierte en república bajo la protección de Francia. Pero esa acción políticamente resultaba insatisfactoria y, ante la presión de los franceses, acaban, primero, haciendo conde de Barcelona al rey Luís XIII para a continuación convertirlo en rey de Cataluña con el nombre de Luís I.
Así las cosas, el ejército real decide tomar Barcelona el 26 de enero de 1641 pero las tropas franco-catalanas la defienden con éxito: al pie de la ciudad y en las laderas de Montjuic, las tropas reales sufren un considerable fracaso en la que se llamó precisamente batalla de Montjuic. Tras una primera embestida contra la montaña, la milicia gremial de la ciudad junto con los apoyos franceses, formados éstos por varios regimientos y otros 1.000 jinetes que regresaban de Tarragona, consiguieron repeler el ataque. A las tres de la tarde intentaron un nuevo ataque en masa, pero la falta de escalas para subir a las murallas y el fuego catalán provocaron su retirada. El ejército de Felipe IV se retiró hasta Tarragona. En cuanto a las bajas de los castellanos hay mucha diversidad de opiniones según la fuente que se utilice: mientras unos hablan de 300 muertos y otros tantos heridos, hay quien eleva la cifra a más de mil. Sí hay, por el contrario, más acuerdo en lo referente al otro bando pues se habla de 32 muertos y otros tantos heridos mas 10 muertos y 12 heridos en la caballería.
La guerra siguió con diferentes éxitos de unos y otros y hasta con varios sinsentidos. Cataluña se encontró siendo el campo de batalla de la guerra entre Francia y España e, irónicamente, padecieron la situación que durante tantas décadas habían intentado evitar: sufragar el pago de un ejército y ceder parcialmente su administración a un poder extranjero, en este caso el francés. Con un virrey francés y llena la administración catalana de conocidos pro-franceses, el coste del ejército francés para Cataluña era cada vez mayor, mientras se mostraban cada vez más como un ejército de ocupación. Mercaderes franceses comenzaron a competir con los locales, favorecidos aquellos por el gobierno francés, que convirtió a Cataluña en un nuevo mercado para Francia. Todo esto, junto a la situación de guerra, la consecuente inflación, plagas y enfermedades llevó a un descontento que iría a más en la población, consciente de que su situación había empeorado con Luis XIII respecto a la que soportaban con Felipe IV. Por otra parte en 1648, con el Tratado de Westfalia, que dio fin a la “Guerra de los Treinta años”, Francia comienza a perder interés por Cataluña.
Es entonces cuando Felipe IV, conocedor del descontento de la población catalana por la ocupación francesa, considera que es el momento de atacar y en 1651 un ejército dirigido por Juan José de Austria comienza un asedio a Barcelona. El ejército franco-catalán de Barcelona se rinde el 11 de octubre de 1652. Cataluña conserva sus fueros, se reconoce a Felipe IV como soberano y a Juan de Austria como virrey en Cataluña, si bien Francia conserva el control del Rosellón. Felipe IV por su parte firma obediencia a las leyes catalanas. Y con ello se da fin a la llamada sublevación de Cataluña de 1640 o Guerra de los Segadores.
La cosa venía ya de atrás y la tensión entre el pueblo catalán y las tropas reales del ejército de Felipe IV, causa inmediata de la guerra, de que venimos hablando, dejando a un lado otras razones más profundas, se había ido gestando durante mucho tiempo. Ya había sentado muy mal la propuesta del Conde-duque de Olivares de lo que hoy describiríamos como limitar la autonomía de los reinos. Y para colmo, la guerra europea de “los Treinta años”, que se había ido complicando, pasando de una guerra de religión a otra de claro poder político, de confrontación entre Francia y los territorios de los Habsburgo o Casa de Austria (España y Alemania) por la hegemonía en Europa, había forzado al gobierno a destinar a Cataluña a buena parte de su ejército. De hasta 40.000 hombres se dice que constaba el ejército para atacar Francia y al que el Principado tendría que aportar 6.000 hombres más.
Para gestionar esta actuación, están de una parte como virrey de Cataluña representante del Felipe IV el catalán conde de Santa Coloma, (que se decanta por defender prioritariamente los intereses de Madrid y al que la nobleza y la burguesía catalanas odiaban por no haber defendido sus intereses de estamento) y, por otra, como miembros de la Diputación General de Cataluña dos firmes defensores de las leyes e instituciones catalanas, el canónigo de Urgel Pau Claris y Francesc de Tamarit.
Pronto surgen los conflictos entre el ejército real —compuesto por mercenarios de diversas "naciones", incluidos los castellanos— con la población local a propósito del alojamiento y manutención de las tropas. (Conviene advertir que para mayor vejamen los fueros de Cataluña liberaban expresamente a los catalanes de esta obligación de dar asilo en sus casas y mantener a los soldados). Se extienden las quejas sobre su comportamiento, se les acusa de cometer robos, exacciones y todo tipo de abusos, que van aumentando porque los soldados, faltos de pagas, se exceden en sus tropelías, culminando con saqueos en aquellas poblaciones que se negaban a recibir y hospedar al ejército. A su vez en las zonas rurales los campesinos empiezan a odiar a los soldados por las requisas de animales y los destrozos ocasionados a sus cosechas, incluido hasta el incendio de sus casas, mientras el clero también lanzaba prédicas contra los soldados de los tercios, a los que, como hemos visto, llegaron a excomulgar.
Pero el rey, después de tantas guerras para defender su imperio, que habían vaciado arcas, necesitado por tanto de dinero y de hombres, se ve obligado a mantener esta situación (que el alojamiento y manutención del ejército corra a cargo de la población catalana), la única que le permiten sus cuentas, confiesa estar harto de los catalanes: «Si las Constituciones embarazan, que lleve el diablo las Constituciones». El virrey Santa Coloma, siguiendo las instrucciones de Olivares, adopta medidas cada vez más duras contra los que niegan el alojamiento a las tropas o se quejan de sus abusos. Incluso toma represalias contra los pueblos donde las tropas no han sido bien recibidas y algunos son saqueados e incendiados. El diputado Tamarit es detenido mientras los enfrentamientos entre campesinos y soldados menudean. (El texto de una orden del conde-duque al virrey de Santa Coloma es suficientemente expresivo: “Hágales entender V.E. (a los catalanes), ordenó el conde-duque de Olivares, que la salud del pueblo y del Ejército debe preferirse a todas las leyes y privilegios. Si no hay camas, no debe repararse en tomarlas de la gente más principal de la provincia, porque vale más que duerman ellos en el suelo que no los soldados padezcan”).
Es en este ambiente y estas condiciones en las que se produce “El Corpus de Sangre”.
Por otra parte la revuelta también escapó al control de la oligarquía catalana. La sublevación derivó en una revuelta de empobrecidos campesinos contra la nobleza y ricos de las ciudades que también fueron atacados. Los segadores y campesinos no sólo se movían por su furia contra las exigencias del gobierno sino, aunque en menor medida, también contra el régimen señorial catalán, “esta fue, por tanto, también una especie de guerra civil entre catalanes”. La oligarquía catalana se encontró en medio de una auténtica revolución social entre la autoridad del rey y el radicalismo de sus súbditos más pobres.
Recordará el lector al tunecino Mohamed Bouazizi, el joven diplomado en informática que se ganaba la vida vendiendo fruta en un puesto ambulante de frutas y verduras que la policía le requisó, al parecer, porque no pagaba licencia (o, más propiamente, la pequeña mordida que exigían los agentes). Humillado cuando, ingenuamente decían las noticias, acudió a reclamar, optó por rociarse de gasolina y quemarse a lo bonzo delante del Ayuntamiento del pueblo. Era el 17 de diciembre del año 2010 y con esa muerte se inició la “revolución de los jazmines”, las revoluciones árabes que de alguna manera aún permanecen, con resultados políticos, sociales y económicos muy dispares. Mucho han estudiado y aun discuten los expertos el sentido y alcance de esa revuelta pero en lo que hay acuerdo general es en que el incidente, por llamarlo de alguna manera, tenía un fondo social previo de disgusto, protesta y desesperación que en ese momento explotó.
Situaciones estructurales similares se dieron en los comienzos de la edad moderna, aproximadamente entre 1500 y 1650. Amplificados a través de un incidente menor inicial, en ese periodo, con el incipiente capitalismo de fondo, se produjeron una serie de conflictos públicos que formalmente, por otra parte, iban en la búsqueda de la independencia de España y cuyo desarrollo y sentido es objeto de estudio a día de hoy, precisamente al calor de las llamadas “revoluciones árabes”. Por citar solo los especialmente notables, que levantamientos hubo muchos y algunos no carecieron de relevancia, podemos mencionar Flandes, Cataluña (1640), Portugal (1640), Andalucía (1641), reino de Nápoles y Sicilia (1647-1648), Francia (1648-1653), etc. Unos consiguieron este objetivo (Portugal, Países Bajos…) pero no así la mayoría.
La coincidencia en un espacio relativamente corto y con un impulso de desarrollo bastante similar de tantos movimientos sociales, políticos y económicos, los historiadores que se preguntan si asa coincidencia espacio-temporal fue casual o en el fondo todos no solo obedecían a un mismo propósito sino si tenían vínculos de algún tipo entre sí, si formaban compartimentos estancos o, por el contrario obedecían a un mismo pensamiento. Se trata de conocer “las condiciones que posibilitaron estos trastornos sociales y políticos en Europa durante los dos siglos anteriores a las grandes revoluciones de finales del siglo XVIII”. La otra incógnita está en si existieron “suficientes semejanzas entre los orígenes de estos sucesos, claramente únicos y sin relación entre sí, que pudiesen autorizar alguna hipótesis general acerca de las precondiciones de estos disturbios políticos y sociales de la Europa moderna”. Títulos como “Revoluciones y rebeliones de la Europa moderna” o “Rebeldes y reformadores del siglo XVI al XVIII” van en esta línea de análisis.
“(Els Segadors (en español Los segadores) es el himno oficial de la comunidad autónoma de Cataluña. La letra actual es de Emili Guanyavents y data de 1899, aunque se basa en un romance popular del siglo XVII que hace referencia a estos sucesos y que había sido recogido unos años antes por el filólogo Manuel Milà i Fontanals en su Romancerillo catalán en 1882)”.
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