Dos son las órdenes religiosas monacales más populares y conocidas en nuestro país y en Europa cuyos miembros se consagran a lo que se llama la vida contemplativa, es decir, a la meditación y a la oración. Una de ellas es la de los cartujos, la considerada más austera y más dedicada al recogimiento. La otra, en realidad las otras porque son varias, son las que siguen la “Regla de san Benito” como cistercienses o benedictinos.
La regla benedictina o de san Benito es el estatuto que regula toda la vida de los monjes de diversas congregaciones. La redactó san Benito de Nursia, un monje italiano que vivió en los siglos V y VI (480-547). Como es costumbre en este tipo de normas, se caracteriza por una minuciosidad extrema, regulando cada minuto y cada actividad en sus muchos detalles tales como la organización de la vida o las relaciones entre sus miembros, y también cuestiones domésticas como los hábitos, la comida, la bebida… Consta de 73 capítulos, algunos añadidos y modificados después por sus seguidores. Su principal mandato es “Ora et labora” (reza y trabaja), con una especial atención al quehacer agrícola, apegado al aprovechamiento de la luz solar. Los discípulos de Benito se encargaron de difundir la Regla por toda Europa de manera que hasta los siglos XII y XIII fue la única ordenanza a seguir por los distintos monasterios que se fueron fundando.
La otra orden religiosa, muy conocida culturalmente entre nosotros y en toda Europa, es La Orden de los Cartujos, tan considerada santo y seña de la vida espiritual recogida que hasta es citada cariñosamente en múltiples formas populares de humor, referidos en bastantes casos a la escasa conversación que les permiten sus normas. (Aquello de “como los cartujos solo pueden hablar en una sola ocasión en el año, una vez un cartujo, aprovechando…)
Fueron fundados por san Bruno en el año 1084 y su lema es en palabras latinas Stat Crux dum volvitur orbis (La Cruz estable mientras el mundo da vueltas, o Cruz constante mientras el mundo cambia). Los cartujos son la orden que profesa más austeridad en la práctica, y a lo largo de su existencia han permanecido en pobreza completa. Los monasterios de los cartujos son las llamadas cartujas.
El fundador no escribió ninguna regla pero en 1127 uno de sus sucesores, Guigo I o Dom Guigo, transcribió las “Consuetudines Cartusiae”, es decir, las costumbres de la cartuja, un texto dividido en 80 capítulos que a lo largo de los siglos fue modificada y perfeccionada hasta los actuales Estatutos de la Orden Cartujana en 1983.
Un monasterio cartujo sólo podía tener 12 monjes más su prior (número que más tarde se amplió a 24). Cada uno debe tener su propia celda donde reza en solitario y sólo se reúne con sus compañeros para la misa y algunos rezos. La comida la hacen también en solitario, excepto los domingos y en alguna festividad en la que se reúnen todos. Se exigía silencio absoluto (voto de silencio), hasta que más tarde se les permitió hablar durante una hora de recreación los domingos y días festivos, y durante los paseos fuera del claustro los lunes. La regla implica que la espiritualidad de estos monjes sea de vida contemplativa, dedicada íntegramente a la alabanza de Dios, con espacios durante el día para la ocupación, trabajando en su propia celda y en su pequeño huerto individual. La orden cartujana siempre se ha resistido a las sugerencias del Vaticano de elevar a sus priores al rango de abades (título monacal equivalente en algunos aspectos al de obispo), a causa del ceremonial y la pompa que esto lleva consigo.
Los cartujos son una mezcla de ermitaños (viven solos) y de cenobitas (que lo hacen en comunidad). Son ermitaños o eremitas porque viven en departamentos individuales e independientes, con su celda de estudio y oración, su obrador o taller de trabajo, su depósito de carbón y leña, y unas brazas de tierra de cultivo. Son cenobitas porque, según se ha indicado, se reúnen en el coro para algunos rezos como, por ejemplo, el solemne de maitines y laudes a media noche, para la misa conventual. También se juntan en la mesa los días festivos, aunque en silencio y en recreación los días que lo permite la Regla.
Bruno fue un monje alemán que fundó la orden religiosa de los Cartujos. Nace hacia 1030 en Colonia, lugar del que se tienen las primeras noticias sobre su vida pues allí aparece como canónigo, pasando después a Reims, en Francia, donde salta de estudiante a profesor y donde renuncia al puesto de arzobispo que el papa le ofrece. Allí coincide como compañero con Eudes de Chatillon que luego llegaría a ser papa con el nombre de Urbano II.
Tras haber realizado un voto de abrazar la vida eremítica, Bruno se instala con dos amigos (Pedro y Lamberto) en el bosque de Sèche-Fontaine junto a la abadía benedictina de Molesmes. Pero en realidad buscaba una forma de vida de soledad más profunda y entonces, con seis compañeros, cuyos nombres conocemos, visitan al obispo de Grenoble, el futuro San Hugo, para pedirle consejo y este les ofrece un lugar solitario en las montañas de su diócesis. En el mes de junio de 1084 el mismo obispo condujo a Bruno y sus seis compañeros al valle selvático de Cartuja que dará su nombre a la Orden. Allí construyen su eremitorio formado por algunas cabañas de madera que se abren a una galería, que permite acceder sin sufrir demasiado por la intemperie a los lugares de vida común: la iglesia, el refectorio y el lugar de reuniones, con lo que nace la orden de la Cartuja en el año 1084.
El problema viene cuando, después de seis años de apacible vida solitaria, su antiguo compañero, ya papa, le llama a Roma al servicio de la Sede Apostólica. Pero tras estar un poco de tiempo en esa tarea y renunciar de nuevo a un cargo de arzobispo, esta vez en Reggio, regresa de acuerdo con el Papa a su tipo de vida y funda en Calabria un nuevo centro cartujo viviendo ya allí hasta su muerte el día 6 de octubre de 1101.
Bruno no ha sido canonizado pero se autoriza su culto a los cartujos, celebración que más tarde, en 1674, el papa extendió a toda la Iglesia. Bruno, o san Bruno, es particularmente popular en Calabria.
Un testimonio de uno de sus hermanos de aquella región lo describe así: “Por muchos motivos merece Bruno ser alabado, pero sobre todo por uno: Fue un hombre de carácter siempre igual. De rostro siempre alegre, era sencillo en su trato. A la firmeza de un padre unía la ternura de una madre. Ante nadie hizo ostentación de grandeza, sino que se mostró siempre manso como un cordero”.
La vida de Bruno, o san Bruno, está adornada de algunas leyendas cuya verisimilitud no importa en exceso pero que tienen un punto de belleza y galanura. Una parte importante de su iconografía gira en torno a ellas. Una narra que, hallándose el santo en Paris, en los funerales de un celebérrimo médico de aquella Universidad que, además, tenía fama de ser muy bueno, vio cómo alzó el difunto su cabeza del ataúd y gritó con espanto de la multitud: “Por justo juicio de Dios, estoy condenado en el infierno” y que esto había sucedido tres días consecutivos, lo que le llevó a decir a Bruno y a seis de sus amigos que si ese había sido el final de alguien tenido por santo varón, qué sería de ellos si permanecían en el mundo. Y fue entonces cuando decidieron ir a visitar al obispo Hugo, luego san Hugo.
Otra cuenta que, precisamente un poco antes de llegar a visitarle Bruno y sus seis amigos, este santo obispo había visto en un sueño que siete estrellas lo conducían a él hacia un valle apartado rodeado de peñascales y que allá construían un faro que irradiaba luz hacia todas partes. Y fue en ese lugar donde se construyó el primer oratorio rodeado de celdas con lo que nace la orden de la Cartuja. Año de 1084.
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