LLEGAN A ESPAÑA LOS "CIEN MIL HIJOS DE SAN LUIS" (7 ABRIL 1823)

      Cuando el 14 de marzo de 1814 Fernando VII, al parecer muy a disgusto, regresó a España tras la aventura en Francia con Napoleón, fue recibido por dos grupos de españoles, cada uno de los cuales representaban un proyecto político. Ambos, aunque tuviesen alguna coincidencia menor, eran diferentes y contrapuestos en el fondo.
      Uno representaba la España de siempre, de castas y clases, el absolutismo de toda la vida. La propuesta estaba escrita en un texto que, por una referencia histórica con la que se inicia, ha venido a llamarse El manifiesto de los persas, y donde, entre otras muchas afirmaciones, se dice que si se excluye a la nobleza, y se impone la igualdad más absoluta, se destruye el orden jerárquico, la base necesaria de todo orden social, y se priva a la sociedad del valor y de la excelencia que sólo pueden hallarse en unos pocos.
        La propuesta alternativa era la Constitución de Cádiz que se había aprobado el 19 de marzo de 1812 y que, aunque no era un dechado de modernidad, sí que establecía bases diferentes sobre la gobernabilidad.
      Traducidos ambos sistemas a un lenguaje más de hoy podemos decir que, mientras uno, que llamaríamos conservador o absolutista (también, a veces, realista), defendía la institución monárquica como sobrevenida de origen divino y con facultades absolutas para decidir lo que considerara sin ningún tipo de control fuera de sí misma, el otro establecía el origen y la legitimidad del poder desde el pueblo y por procedimientos democráticos, y, aunque mantenía la figura del rey, dejaba claro que estaba sometida a los controles constitucionales. La alternativa progresista o de izquierda, diríamos hoy, de manera algo simplista. Los liberales se les llamaba entonces.

       Fernando eligió como era de prever la primera opción, la que le daba todo el poder y en seguida el 4 de mayo promulgó un decreto que restablecía la monarquía absoluta y declaraba nulo y sin efecto alguno toda la obra de las Cortes de Cádiz y, aunque se había comprometido a respetar a todo el mundo, inmediatamente puso en marcha todos los mecanismos posibles de persecución y acorralamiento a cualquier sospechoso de haber colaborado con los llamados liberales. Reinstauró la Inquisición y, como dice con cierta sorna un reciente historiador, cualquiera que hubiese pisado Cádiz en el último lustro ya debía andarse con cuidado. Desaparecieron la prensa libre, las diputaciones y ayuntamientos constitucionales y se cerraron las Universidades. Se restableció la organización gremial y se devolvieron las propiedades confiscadas a la Iglesia.
      Lo curioso del caso por su singularidad, es que, cuando el rey llegaba a Madrid, la gente salió a la calle arrojándole pétalos mientras que con el mayor entusiasmo clamaban los gritos ya tan famosos en la historia: Vivan las cadenas y Muera la libertad. ¡Un pueblo renunciando a la libertad!

     Varios pronunciamientos (la forma político-militar de entonces para llegar al poder de manera violenta) con la esperanza de que el régimen volviese al constitucionalismo, se fueron produciendo sin embargo a partir de entonces, por lo general prácticamente siempre con escaso o nulo interés popular. Pero a finales del año 1819 la ocasión de un ejército reunido en Andalucía destinado a sofocar la sublevación de las colonias en América y el disgusto generalizado que suscitaban estas expediciones fue aprovechado por algunos oficiales para proclamar la Constitución de 1812. Rafael del Riego (cuyo nombre acabó siendo el referente de la situación e incluso del nombre del himno) se sublevó el 1 de enero de 1820 en Las Cabezas de san Juan. Y aunque este alzamiento no tuvo el éxito necesario, el gobierno tampoco fue capaz de sofocarlo y poco después empezaron a producirse, comenzando por Galicia, multitud de levantamientos que se extendieron por toda España y que acabaron por desconcertar al rey, que se vio obligado a jurar la constitución en Madrid el 10 de marzo de 1820, con la histórica frase: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». Comenzó así el Trienio liberal o Constitucional.
      Volvieron a España los emigrados y proscritos, se propusieron medidas en contra del absolutismo y se suprimieron la Inquisición y los señoríos. Se abolieron los privilegios de clase, señoríos, mayorazgos y la Inquisición, se preparó el Código Penal y volvió a estar vigente la Constitución de 1812.

    Sin embargo, la situación política y social estaba lejos de calmada. Los liberales, por una parte, trataban de implantar su código político con las tensiones internas propias de quienes querían ir más despacio o más deprisa, siendo quizá el momento de mayor tensión institucional cuando el rey se negó a firmar en un primer momento la disolución de las Órdenes Monásticas.
      Pero los absolutistas, por la suya, no aceptaron de ninguna manera el cambio de régimen y, para bloquearlo, se dedicaron a organizar por todo el territorio partidas realistas, sostenidas con dinero del rey y un cierto apoyo francés. Se comportaban al modo de la tradicional táctica de guerrilleros, llegando incluso a establecer en la Seo de Urgel, que controlaban, una contrarrevolución: Regencia suprema de España durante la cautividad de Fernando VII, que lanzó un proclama al país para que libertase a su rey, prisionero de los liberales.
      Pero viendo Fernando, que con mal disimulo aparentaba creer en la Constitución, que todo este movimiento no la daba ningún resultado, optó por buscar la ayuda extranjera mediante el envío de agentes que intervendrían ante las potencias europeas. Y fue de allí de donde le vino la ayuda para volver a la situación de absolutismo.

      El 7 de abril de 1823 un ejército francés de unos 130.000 militares, llamado históricamente los cien mil hijos de san Luís por el rey Luís XVIII, dirigido por el Duque de Angulema, hijo del futuro Carlos X de Francia, pasaron la frontera sin especiales dificultades y tampoco las tuvieron para llegar a Madrid el 23 de mayo.
       El gobierno que, advertido por algunas notas diplomáticas de las potencias extranjeras que había recibido solicitando la que llamaban libertad del rey y la derogación de la Constitución, ya se había trasladado a Sevilla, dispuso a la Corte y al rey marchar a Cádiz. Pero tras la negativa del monarca, acordaron declararlo incapacitado, refugiándose de todas maneras con él en esa ciudad andaluza.
Cádiz fue sitiada y bombardeada. La resistencia fue muy fuerte y los franceses no pudieron tomar la ciudad, aunque la situación de los asediados era desesperada, pues no llegaban refuerzos de parte alguna. Al final se alcanzó un pacto: Fernando VII saldría y prometería defender la libertad alcanzada por los españoles con la Constitución de 1812 y a cambio se rendiría la plaza. Fueron compromisos que nunca cumplió. En cuanto estuvo en libertad entregado a los franceses, ese mismo día 1 de octubre de 1823 abolió cuantas normas jurídicas habían sido aprobadas durante los tres años anteriores.

       Discuten los historiadores el fundamento legal y político, la legitimidad para esa intervención extranjera pues, si bien siempre se cita la Santa Alianza, esta no era más que un tratado de carácter personal firmado por los monarcas de Austria, Rusia y Prusia en el que los tres monarcas, invocando los principios cristianos, prometen mantener en sus relaciones políticas los preceptos de justicia, de caridad y de paz.
      La Cuádruple Alianza a su vez fue un tratado internacional firmado el 20 de noviembre de 1815 entre Austria, Prusia, Rusia e Inglaterra pero en el que esta última se negó a intervenir en España.
Tradicionalmente la historiografía española ha considerado que la Santa Alianza, en el Congreso de Verona, dio el mandato a Francia, que se concretaría en un supuesto acuerdo secreto condenando a todo régimen liberal y la libertad de prensa. Pero ese acuerdo no se refleja en ningún archivo. Es lo que algunos llaman el Falso tratado de Verona.

     La última etapa del reinado de Fernando VII fue de nuevo absolutista. Se suprimió otra vez la Constitución y se restablecieron las instituciones existentes en enero de 1820, salvo la Inquisición. Los años finales del reinado se centraron en la cuestión sucesoria: a pesar de haber contraído matrimonio en cuatro ocasiones, sólo su última mujer le dio descendientes, dos niñas.
      A Fernando VII, que reinó en 1808 y luego prácticamente desde 1813 hasta 1833, en su día señalado como El Deseado por encontrarse en Francia como prisionero de Napoleón se le ha llamado el Rey Felón. Y aunque pocos monarcas disfrutaron de tanta confianza y popularidad al principio de su reinado, pronto se reveló como uno de los que menos satisfizo los deseos de sus súbditos, que lo consideraron sin escrúpulos, vengativo y traicionero. Rodeado de una camarilla de aduladores, su política se orientó en buena medida a su propia supervivencia.
      Por eso de él se ha hecho un juicio unánimemente culpable y se le han adjudicado toda clase de valoraciones acusadoras. No es posible encontrar un texto o una opinión de un historiador, conservador o progresista, de derechas o de izquierdas, que no lo trate de manera negativa, llamándose la Década Ominosa el período que siguió desde estos acontecimientos hasta su muerte.

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