EL PAPA PÍO IV PUBLICA EL ÍNDICE DE LIBROS PROHIBIDOS (24 MARZO 1564)

      Con el descubrimiento de la imprenta y el perfeccionamiento de las técnicas de impresión y divulgación de libros en Alemania, en la segunda mitad del siglo XV, el panorama de las publicaciones se transformó de manera considerable y definitiva, dejando arrinconado al manuscrito, sistema de transmisión que venía siendo utilizado mayoritariamente pero que solo estaba al alcance de unos elegidos. Esta circunstancia modificó sustancialmente el sistema de transmisión de textos y escritos, permitiendo mejoras como portada con el nombre del autor, lugar y fecha de edición, índice, formatos más agradables y de menor tamaño y peso, ilustraciones grabadas, tipografía variada... Todo ello produjo un cambio radical en las estructuras culturales, haciendo disminuir considerablemente, por ejemplo, el analfabetismo y que el libro adquiriese un nuevo estatus social y su uso se extendiese, al principio, por los países germánicos y luego por todo el mundo.
       Este cambio en el panorama del saber y del conocimiento, consecuencia del uso generalizado y masivo de obras y textos escritos y del acceso universal a los instrumentos de expresión cultural empezó a inquietar los sectores más conservadores y vigilantes del mundo social y en especial de los representantes más significativos de la jerarquía católica, además, en un momento en el que estaban en plena ebullición las guerras de religión derivadas de la Reforma y la Contrarreforma. Valga la referencia cómo, una vez consolidados las nuevas lenguas básicamente derivados del latín, la Iglesia debatía si las Sagradas Escrituras podían traducirse y divulgarse en los idiomas vernáculos o sólo en sus originales. En Alemania, Lutero fue uno de los primeros que consiguió imprimir libros y folletos al servicio de la Reforma.
       Así ya los papas Inocencio VIII (1484-1492) y Alejandro VI (1492-1503) enviaron instrucciones a los obispos alemanes para que controlaran los contenidos impresos y a continuación el Concilio de Letrán V (mayo de 1512 a marzo de 1517) estableció formalmente la censura eclesiástica. Pero fue el papa Paulo IV (1555-1559) el que en 1559 creó el primer “Índice”, por cierto de un rigor extremo. Este establecía tres categorías: obras completas de determinados autores (principalmente protestantes, pero también católicos como Erasmo de Rotterdam); obras determinadas de algunos autores; y obras anónimas, subterfugio que algunos autores utilizaban para eludir las condenas. Y además condenó a 59 impresores con cualquier obra que saliera de sus instalaciones.
       Pero tanto rigor no convenció a su sucesor el papa Pío IV, (1559-1565) enemigo declarado de su antecesor cuya extrema dureza condenaba, que el 24 de marzo de 1564 emite la Constitución “Divini Gregis” por la que publica el Índice de Libros prohibidos que, junto con el anterior, son los primeros que se publican con carácter oficial para toda la Iglesia universal.
       Entre fines del siglo XVI (1590) y mediados del siglo XX (1948) se han publicado 30 índices de libros prohibidos: 3 en el siglo XVI, 3 en el XVII, 7 en el XVIII, 6 en el XIX y 11 en el XX. De este índice romano se imprimieron alrededor de 300 ediciones, hasta su eliminación en 1966.
       A modo de referencia se pueden citar algunos autores incluidos en este índice: Balzac, Anatole France, David Hume, Emile Zola, Stendhal y Voltaire; además obras de Copérnico, Galileo Galilei, Blas Pascal, Rabelais, Montaigne, Maquiavelo, Jean-Jacques Rousseau (El contrato social), Immanuel Kant, John Stuart Mill (Principios de Economía Política) y Victor Hugo (Los miserables). También se prohibieron libros anónimos como El Lazarillo de Tormes y obras colectivas de consulta como la Enciclopedia Larousse Además, se prohibió la lectura de la Biblia traducida del latín a las lenguas maternas, salvo en casos excepcionales en que hubiese una autorización especial. Kepler, que defendió en 1618 el heliocentrismo de Copérnico, fue a su vez incluido en el Índice.
       Las diversas categorías de los libros prohibidos se hallan enumeradas en las 16 reglas que, a partir de 1640, figuran en los índices de libros prohibidos de España, que pueden resumirse en cuatro grupos: el primero contempla las obras contrarias a la fe católica, es decir los escritos heréticos que se ocupan de los dogmas y la moral cristiana; en este apartado se incluyen los textos de la Sagrada Escritura con corte polémico, escritos en lengua vulgar. El segundo grupo abarca las obras que tratan sobre nigromancia y astrología que fomentan la superstición y los falsos valores morales; en este apartado se hallan también los libros que tratan cosas lascivas y de amores que dañan directamente las costumbres cristianas. El tercer grupo contempla todas las obras publicadas sin nombre del autor, impresor y sin señalar el lugar y la fecha de edición, y que contengan doctrinas dañinas para la fe y moral cristiana. Finalmente, el cuarto grupo comprende a las obras completas o fragmentos de ellas, y que atentan contra la buena reputación del prójimo, sean eclesiásticos o civiles.
       Las restricciones sin embargo impuestas por la Iglesia con frecuencia fueron traspasadas por la simple razón de la imposibilidad de poner puertas al campo. No obstante muchos y selectos autores pasaron auténticos calvarios y persecuciones por razón de sus publicaciones con penas económicas, de cárcel, destierro y hasta la muerte.
       En lo relativo a la posesión de libros prohibidos en ciertos casos hubo licencias y autorizaciones para retenerlos en custodia, por ejemplo, en los conventos autorizados. En ese caso se guardaban separados del resto en un lugar conocido como “infiernillo”.
       Esta prohibición, como lista oficial y la excomunión que implicaba su lectura, fue abandonada el 14 de junio de 1966, bajo el papado de Pablo VI, al final del Concilio Vaticano II. No obstante, dos artículos del Código de Derecho Canónico (incluidos al final) hacen referencia a esta cuestión.
       De todas maneras siempre las religiones y los poderes dominantes han tratado de controlar el acceso de los ciudadanos (ante, súbditos) al conocimiento. Por citar algunos ejemplos, en el antiguo Egipto, , los escribas, como dominadores del lenguaje escrito, constituían una muy alta clase de funcionarios que se cuidaban de ocultar al pueblo los secretos de su escritura.  Aunque en este caso la censura era voluntaria, en los hechos de los Apóstoles se narra que en Éfeso bastantes de los que habían profesado las artes mágicas traían sus libros y los quemaban en público. El emperador Constantino I decretó en 325 que los escritos del considerado hereje Arrio fueran quemados y quienes encubrieran el texto fueran sentenciados a muerte. Y sobre la biblioteca de Alejandría se cuenta en los escritos de bastantes autores árabes antiguos que el califa Omar, en respuesta una consulta que recibió, emitió una sentencia diciendo que “con relación a los libros que mencionas, aquí está mi respuesta. Si los libros contienen la misma doctrina del Corán, no sirven para nada porque repiten; si los libros no están de acuerdo con la doctrina del Corán, no tiene caso conservarlos”. Visto lo cual, ya es fácil suponer el destino de la biblioteca.
       La quema de libros, su selección y posterior destrucción, la censura en definitiva de los textos escritos, salvo excepciones muy singulares y significativas, ha sido, y es una actitud y una tarea constante y permanente a lo largo de la historia en prácticamente todas las culturas y todos los momentos históricos. Con unos u otros motivos, unas u otras excusas, bien o malintencionadas, siempre ha habido personas e instituciones dispuestas a esta faena y este quehacer. De ello se ha escrito mucho y se han hecho incluso películas.
       Puede terminar este artículo recordando cómo en el capítulo 6 del Quijote, el cura y el barbero mandan tapiar el aposento donde está la librería de don Quijote y hacen una hoguera en el corral a la que arrojan, ayudados diligentemente por el ama, los libros de caballerías y otras obras de otros géneros literarios que han causado la locura del hidalgo. Pero ya Cervantes había tenido que suprimir del Quijote, entre otras, la frase «…las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada». (P.t. JCL)

Addenda. Código de Derecho Canónico:

831
1-Sin causa justa y razonable, no escriban nada los fieles en periódicos, folletos o revistas que de modo manifiesto suelen atacar a la religión católica o las buenas costumbres; los clérigos y los miembros de institutos religiosos sólo pueden hacerlo con licencia del Ordinario del lugar
2-Compete a la Conferencia Episcopal dar normas acerca de los requisitos necesarios para que clérigos o miembros de institutos religiosos puedan tomar parte en emisiones de radio o de televisión en las que se trate de cuestiones referentes a la doctrina católica o a las costumbres.
832
Los miembros de institutos religiosos necesitan también licencia de su Superior mayor, conforme a la norma de las constituciones, para publicar escritos que se refieran a cuestiones de religión o de costumbres.

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