"Cuius regio, eius religio" es una frase latina que significa que la religión del que manda se aplica a todos los ciudadanos que dependen de él. Dicho de otro modo, que, según sea la religión del soberano, así será la del reino. Una declaración que podría calificarse como religión de Estado. Pues aunque esta expresión empezó a utilizarse en el siglo XVII
referida a la Reforma Protestante, en realidad puede aplicarse a casi toda la
historia del hombre, por ejemplo, desde las faraones de Egipto. Y así ocurría
en la época de los visigodos en España. Cuando el rey era arriano, el pueblo
visigodo compuesto por sus súbditos era considerado arriano y, al convertirse al
catolicismo abandonando el arrianismo, eso mismo se aplicó a todo el pueblo.
No era por tanto indiferente la religión oficial del
reino porque, según fuese una u otra, esta influía decisivamente en la acción
política. Cuando el emperador Constantino declaró oficial el cristianismo
prohibiendo la religión romana imperial vigente hasta entonces, Roma se hizo
una sociedad distinta.
Es lo que ocurrió cuando Recaredo, rey visigodo en
España, abandonó el arrianismo y se convirtió al catolicismo en las sesiones
del III Concilio de Toledo.
El
arrianismo fue la doctrina formulada por el obispo de Alejandría (Egipto) Arrio (256-336) que proclamaba que
Jesucristo, aunque divino, hubo un tiempo en que no existía y que por tanto era
una creación de Dios y no Dios mismo, por lo que no se le podía llamarlo Dios
Verdadero.
Este debate teológico, como otros
del mismo estilo, fue muy importante en los primeros siglos del cristianismo:
se trataba de determinar la naturaleza del Hijo de Dios, de Jesucristo.
El
arrianismo, tras varias alternativas, fue condenado como herejía aunque se
mantuvo vigente en varios reinos godos, como es el caso de los visigodos, hasta
la conversión de Recaredo.
Los
“Concilios de Toledo”, de los que ya se ha hablado en esta serie, es el nombre
que reciben un conjunto de dieciocho asambleas político-religiosas celebradas
en esa ciudad entre los años 397 y 702, prácticamente todos, salvo el primero,
en el período en el que dominaron la Península los visigodos. La calificación
de “político-religiosos” les viene dado del hecho de que eran convocados por el
rey, el monarca visigodo, y presididos por la autoridad eclesiástica y por la
de la ciudad. Asistían solo altas jerarquías eclesiásticas y la nobleza.
Estos concilios, de los que no
existe un paralelo en ningún país, tuvieron una gran importancia y
trascendencia tanto en los asuntos civiles del reino como en el ámbito
religioso.
En el aspecto cívico-político, establecieron
las pautas a las que debía ajustarse la marcha del Estado y la conducta de los
monarcas. Constituían una forma de apoyo al rey o a su política (las conclusiones
adoptadas iban en la dirección sugerida por el Rey y, si raramente no ocurría
así, el rey podía vetar cualquier decisión), las condiciones necesarias para la
elección del monarca, o la forma en que debía llevarse a cabo. Aunque también,
en bastantes casos, justificaron la legitimidad de los levantamientos otorgando
su refrendo moral a quienes por la fuerza habían alcanzado el poder.
En el plano eclesiástico se trataban
tanto asuntos doctrinales como normas de comportamiento de los clérigos.
A juicio de bastantes historiadores,
los más relevantes fueron el III y el IV.
La expresión española armarse
la de Dios es Cristo, indicando que va a haber un problema muy grande, hace
referencia a las disputas tanto en el plano teológico como en el político y
militar que hubo entre arrianos y católicos. En aquella época las discusiones
teológicas no estaban circunscritas a los sabios sino que eran virulentas y en
ellas participaba el pueblo con altercados, pendencias y peleas.