Más tarde, cuando, al término de su
mandato hacia mitad de siglo, repartió sus posesiones, el emperador Carlos V abdicó en favor de su hijo Felipe II.
Pronto empezaron las desavenencias
entre esos territorios y la metrópoli, en el mismo acto de la cesión y toma de
posesión. A diferencia de Carlos, que,
al llegar a España tras haber nacido allí y desconocer por completo el castellano,
fue rechazado por los españoles, a Felipe le ocurrió lo contrario. Criado en
España y con intereses siempre más en la línea de Castilla, era visto por los
habitantes de los Países Bajos como un monarca extraño y extranjero, lo que se
puso de manifiesto de manera notoria cuando en la ceremonia de abdicación, en
Bruselas, tuvo que pedir a un nativo que hablara por él ya que desconocía el flamenco.
En
seguida, el afán de que se respetase su autonomía; la pretensión del rey de
España de imponer el catolicismo en una zona europea en la que cada vez crecía
más el protestantismo y el calvinismo; y los intentos de incrementar
los impuestos para sufragar las guerras, provocando
una caída del comercio y de los salarios, una carestía de alimentos y la subida
del precio, (lo que facilitaba la tarea de los calvinistas de criticar la
riqueza y el lujo de la Iglesia cuando la población empezaba a sentir el hambre)
hicieron estallar la situación.
Los Países Bajos se enfrentaron a
España en una guerra que se llamó, por su duración, “de los ochenta años”, o de
Flandes, desde 1568 (en 1566 estallaron los primeros incidentes) hasta 1648. Y
que acabó con la independencia de las siete provincias que hoy se llaman Países
Bajos u Holanda, de religión protestante, mientras que Bélgica y Luxemburgo,
católicas, permanecieron dentro de la corona española.
Desde el duque de Alba con una
política fundamentalmente represiva, fueron nombrados sucesivamente otros
gobernadores para intentar resolver el problema con una u otra estrategia, por
citar algunos don Juan de Austria o Alejandro Farnesio, pero el conflicto se
fue enredando cada vez más y acabó siendo, incluso dentro de los propios Países
Bajos, una guerra civil religiosa de católicos contra protestantes (que dio
origen a la separación de las Diecisiete Provincias y el origen de Holanda,
Bélgica y Luxemburgo como países diferentes). Y hasta internacional pues cada
uno de los bandos buscó y consiguió el apoyo de aliados y ayudas exteriores.
Para colmo se vio implicada y envuelta en la llamada
“Guerra de los Treinta Años” (1618-1648), la primera gran guerra europea que
empezó por motivos religiosos y acabó implicando a las grandes potencias, al
tiempo que asolaba regiones enteras.
Desde
el punto de vista económico, el mantenimiento de la guerra durante un periodo
tan prolongado contribuyó en gran parte a provocar las sucesivas bancarrotas de
la corona española a lo largo de los siglos XVI y XVII, y al hundimiento de la
economía de España, al tiempo que crecían cada vez más las protestas por el
reclutamiento de soldados y el aumento de impuestos: ¿es preciso que Castilla
se arruine, se preguntaba la gente, porque los holandeses quieran ser herejes?
Se ha calculado que España llegó a gastar casi el doble de lo que recibió de la
Indias en ese período.
La duración de una guerra tan
larga (se habla a veces en plural de “las guerras de Flandes”) supone que se
produjeron muchas batallas y bastantes altibajos en uno u otro sentido hasta
que el 15 de mayo de 1648 España firmó la independencia de las Siete Provincias
Unidas, hoy aproximadamente Holanda, dentro de la Paz de Westfalia, que también fue el final de la guerra de los
treinta años.
La
guerra de Flandes, por su desarrollo y su desenlace, representó una gran
pérdida de prestigio para la corona española. Y también influyó, y mucho, en la
creación de la “leyenda negra”, esa teoría que ha circulado a través de la
historia sobre los posibles excesos, especialmente por la Inquisición, de que
España se dejó llevar tanto en América como en Europa, al tratar de imponer la
religión católica, la Contrarreforma, y su idea del imperio.