ASESINATO MASIVO DE JUDÍOS EN SEVILLA (6 JUNIO 1391)

            La actitud con respecto a los judíos no se ha mantenido uniforme a través del tiempo sino que ha habido oscilaciones en el mayor o menor rigor aunque siempre, incluso en épocas de relajamiento, sobre la desconfianza y la desazón. Si los judíos, se ha dicho hasta la saciedad, han sido capaces de matar a Dios y siguen contumaces ante la verdad y la evidencia de su error, nada bueno puede esperarse de ellos. Por ello sufrieron fuertes presiones populares en algunos momentos de la historia: era fácil hacer correr rumores como que el miedo a que bañando a un leproso envenenaran las aguas o a que crucificaran a un niño. En ocasiones hasta se les responsabilizaba de la sequía.
            Pero incluso en esos momentos su presencia se legitimaba como mal menor en la esperanza de que en contacto con los cristianos acabaran por convertirse.
            Basándose en esa opinión de s. Agustín, los papas y los reyes acordaron ampararlos, estableciendo para ellos una dependencia directa de los monarcas como una minoría extranjera protegida y no como ciudadanos españoles. Esta condición fue muchas veces su salvación, cuando aparecían las dificultades, por el principio de que lo que el rey protege personalmente es intocable.

            El equilibrio inestable medieval se empezó a torcer definitivamente a partir del llamado sínodo de Zamora en 1313  cuando se inició la cuesta abajo de manera lenta pero ya irreversible hasta la expulsión definitiva. Con la participación del rey, la corte, los obispos y los teólogos más importantes del momento y aunque el respeto se mantuvo en las sesiones, las conclusiones empezaron a ser duras para ellos a quienes se acusaba de nuevo del delito religioso de no aceptar la verdad y la evidencia: por ejemplo, se concluyó que los dominicos tenían derecho a predicar en las sinagogas y los judíos obligación de asistir y escucharles.
            El ambiente fue poniéndose cada vez más tenso. Y empezaron los discursos y sermones inflamatorios con acusaciones indiscriminadas. Un fraile aseguraba que habían matado a un niño para arrancarle el corazón y comérselo y, aunque poco tiempo después fueron detenidos y condenados los autores del hecho, un grupo de delincuentes comunes que pretendían robarle una cadena de oro que el niño llevaba encima. O el caso de aquel cura que decía que los conversos seguían circuncidando a sus hijos y que él tenía como prueba más de cien prepucios. Tanto insistió y tantas veces lo dijo que la noticia llegó al rey, que le exigió que se los mostrara. El predicador tuvo que confesarle el engaño.
            Se agudizaron las prohibiciones como la de que no podían hacer ruido los domingos ni siquiera dentro del gueto para no molestar a los cristianos en sus rezos o la insistencia en que debían llevar la rodelas sobre el traje para ser identificados. Si eran sorprendidos por un cristiano llevando alhajas o joyas, éste tenía derecho a quitárselas. Su testimonio en los juicios perdía cada vez más valor. Se achicaron más las juderías con lo que aumentó el hacinamiento y la vida se les tornó extremadamente difícil.

            Fue en este ambiente deteriorado cuando apareció Fernando Martínez, arcediano de Écija, un personaje siniestro que promovió, dirigió y llevó a cabo la matanza más grande de judíos que se ha dado en la historia de España.
            Utilizando en sus sermones toda clase de leyendas y calumnias, encrespó los ánimos del pueblo, formó una banda razonablemente armada e invitó a la gente a sacar de sus guaridas a los enemigos y aniquilarlos definitivamente. Llegaron denuncias al rey de su actitud y el propio obispo de Sevilla, don Pedro Gómez Barroso, amparándose en que el de Écija había dicho que el papa no tenia jurisdicción para autorizar la construcción de una sinagoga en Sevilla, le declaró contumaz, rebelde, sospechoso de herejía, le suspendió en sus funciones religiosas y le abrió un proceso.
            La desgracia hizo que en ese momento el obispo muriera y le correspondiera a él hacerse cargo provisionalmente de la diócesis.  El día 6 de junio de 1391 asaltó la judería sevillana muriendo 4.000 personas.
            La muerte y destrucción siguió luego por Córdoba, Montoro, Andujar, Jaén, y el resto de España. Los concejos trataron de defender a los judíos, por estar, como se ha dicho, bajo la protección real, pero fue inútil su esfuerzo y todo el país se llenó de sangre.
            Por fin en 1395 fue detenido, procesado y condenado pero se desconoce la sentencia y la fecha de su muerte. El rey aragonés Juan I dio orden de que, si algún ciudadano lo encontraba, lo echara inmediatamente al río Ebro.

            ¡Claro que, como es obvio, una cosa son los judíos, el pueblo judío, y otra el Estado de Israel.