EL TERREMOTO DE LISBOA (1 NOVIEMBRE 1755)


El día 1 de noviembre del año 1755, a las 9,20 horas, se produjo un terrible terremoto en Lisboa, que, por sus repercusiones humanas, urbanísticas, sociales, políticas y hasta científicas, es considerado uno de los desastres naturales más significativos de la historia del hombre.

            El seísmo, que se calcula duró entre tres y medio y seis minutos, produjo grietas gigantescas de cinco metros de ancho, ocasionó casi la destrucción total de Lisboa y la muerte de unas 90.000 personas (con la terrible circunstancia de que fuera el día de Todos los Santos, por lo que muchas personas que habían acudido a las Iglesias, murieron al caerse las techumbres de estas). Los geólogos estiman hoy que su magnitud sería de 9 en la escala Richter, teniendo su epicentro en el océano Atlántico a unos 200 kilómetros del cabo San Vicente. Cuarenta minutos después del terremoto, tres maremotos de entre 6 y 20 m engulleron el puerto y la zona centro, subiendo aguas arriba del río Tajo.
             Fuera de Portugal, el terremoto tuvo repercusiones en Marruecos, donde murieron unas 10.000 personas. Las ondas sísmicas fueron sentidas a través de Europa hasta Finlandia y los maremotos de hasta 20 m de altura golpearon algunas islas al otro lado del Atlántico. Uno de menor intensidad, de 3 m., alcanzó la costa meridional inglesa.
            En España produjo al menos 5.300 muertos, según el recuento de la época, y abundantes daños. Algunas de las ciudades más afectadas fueron: Sevilla, donde hubo 9 muertos y quedó dañado el 89% de las viviendas; en Salamanca, sufrieron importantes daños muchos de sus edificios emblemáticos que hubo que reforzar inmediatamente y cuyos efectos aun pueden apreciarse; en Coria (Cáceres), el terremoto derrumbó la cubierta de la Catedral, sepultando a numerosos fieles que se hallaban congregados en misa en aquel momento y desvió el cauce del río Tajo a su paso por la localidad dejando el puente de piedra que lo cruzaba alejado del nuevo cauce y sin utilidad; en Valladolid, la torre de la catedral sufrió graves daños, derrumbándose en 1841; en Jaén,  también las torres de la catedral se agrietaron y la estabilidad del edificio se vio comprometida, lo que obligó a la construcción del Sagrario —en 1761— para darle consistencia a la estructura.
            Y de esta manera aconteció en otras muchas ciudades y pueblos. En opinión de algún historiador, la posiblemente única consecuencia positiva del terremoto fue la conformación en la costa de Huelva de una territorio donde después se fundó la ciudad de Isla Cristina.

            Según cuentan las crónicas y las referencias históricas, inmediatamente, el primer ministro o válido del rey, el marqués de Pombal, tomó la iniciativa y,  siguiendo la que se dice era su máxima “se entierra a los muertos y se alimenta a los vivos”, envió a bomberos al interior de la ciudad para extinguir las incendios, y a grupos organizados para enterrar los millares de cadáveres pues había poco tiempo antes de que las epidemias se extendieran. Contrariamente a la costumbre y contra los deseos de la Iglesia, muchos cadáveres fueron cargados en barcazas y tirados al mar, más allá de la boca del Tajo, y se utilizaron algunos conventos como fosa común para enterrarlos. Para prevenir desórdenes en la ciudad en ruinas, y, sobre todo, para impedir el saqueo, se levantaron patíbulos en puntos elevados alrededor de la ciudad y al menos 34 saqueadores fueron ejecutados. El ejército fue movilizado para que rodeara la ciudad e impidiese que los hombres sanos huyeran, de modo que pudieran ser obligados a despejar las ruinas.

            La reconstrucción se inició inmediatamente con un grupo de arquitectos que se encargó de planificar la zona más afectada, la hoy llamada Baixa Pombalina, en referencia al nombre del jefe de gobierno que fue quien lideró todas las decisiones de importancia. Los edificios pombalinos fueron los primeros del mundo en ser diseñados para resistir terremotos: para comprobar la resistencia de su estructura se hicieron maquetas de madera de estos edificios, alrededor de los cuales se hizo marchar al trote a las tropas, igualando su efecto al de los terremotos. Lisboa se convirtió en el prototipo de ciudad nueva europea, con sus manzanas grandes y rectilíneas, y amplias avenidas.
           
            También, a iniciativa del Marqués de Pombal, se llevó a cabo la recogida de una serie de informaciones, extendidas a todo el país, que permitieran averiguar la descripción científica y objetiva de las variadas causas y consecuencias de un terremoto. Por ello es considerado el precursor de la sismología occidental moderna.  
            Desde el punto de vista político el terremoto acentuó las tensiones en Portugal e interrumpió abruptamente sus ambiciones coloniales.
 
            El seísmo provocó igualmente un terremoto ideológico y teórico. Lisboa era la capital de un país devotamente católico, con una larga historia de inversiones en la Iglesia y la evangelización de las colonias y, además, la catástrofe tuvo lugar un día de fiesta y destruyó prácticamente cada iglesia importante. Para la teología y filosofía del siglo XVIII, esta manifestación de la cólera de Dios era difícil de explicar.

            Como era de prever, algunos lo interpretaron entonces como un castigo por los pecados cometidos. Pero en ese momento histórico, en el que se desarrollaba lo que se ha llamado “La Ilustración”, para otros el terremoto supuso un alejamiento de las deducciones únicamente religiosas y el inicio de la aplicación de la ciencia y la razón a los acontecimientos naturales. La filosofía se vio afectada porque también supuso el final de una teoría filosófica vigente en el momento que defendía que el actual es “el mejor de los mundo posibles”.