El reino nazarí fue un estado islámico que
tuvo por capital a Granada y constituyó el último baluarte del poder de
Al-Andalus, que se había iniciado en el año 711 con la invasión musulmana.
Lo estableció, en
1238, Mohamed ibn Yusuf ibn Nasr, natural y sultán de Arjona en la provincia de
Jaén, que fue llamado “el victorioso por Dios” (aunque más conocido como
Al-Ahmar, “el rojo”, por el color de su barba). Tras un período de disensiones
internas que lo llevaron a una compleja situación de enfrentamientos civiles y
militares, terminó su existencia el día 2 de enero de 1492 cuando los Reyes
Católicos tomaron la ciudad de Granada, tras pactar la capitulación con Boabdil
el Chico, el último sultán granadino de los 20 de que constó la dinastía.
Su política general
se basó, desde el comienzo y mientras le fue posible, en entenderse con los
reyes de Castilla, aunque ello le supusiera el pago de tributos. Ya Al-Ahmar
firmó con Fernando III el “pacto de Jaén” que le reconocía como señor de ese
territorio y al que se comprometió a liquidar los impuestos correspondientes.
Aunque en sus
momentos de mayor esplendor llegó a extenderse por parte de las actuales provincias
de Jaén, Córdoba, Sevilla, Murcia y Cádiz y la totalidad de las de Granada,
Málaga y Almería, el territorio se fue reduciendo por las diversas conquistas
que protagonizaron los reyes de Castilla. En el momento de la conquista
abarcaba territorios sólo en estas tres últimas.
La Alhambra es el monumento
más significado de su magnificencia. Mulhacen, nombre de uno de los dos picos
más altos de la sierra granadina, era el padre de Boabdil.
En
la capitulación de Boabdil ante los Reyes Católicos se acordó, entre otras
cosas: «Que
los moros podrán mantener su religión y sus propiedades. Que los moros serán
juzgados por sus jueces bajo su ley, que no llevarán identificáis que delaten
que son moros como las capas que llevan los judíos. Que no pagarán más tributo
a los reyes católicos que el que pagaban a los moros. Que podrán conservar
todas sus armas salvo las municiones de pólvora. Que se respetará y no se
tratará como renegado a ningún católico que se haya vuelto moro. Que los reyes
sólo pondrán de gobernantes gente que trate con respeto y amor a los moros y si
estos faltasen en algo serían inmediatamente sustituidos y castigados. Que los
moros tendrán derecho a gestionar su educación y la de sus hijos».
Inmediatamente
después de la rendición, comenzó una labor de conversión por métodos pacíficos,
siendo Fray Hernando de Talavera el primer encargado de esa tarea como obispo
de Granada. Hernando de Talavera se dedicó a su cometido con gran entrega:
aprendió el árabe y predicaba con mansedumbre y bondad, tanto que los
musulmanes le llamaban «el santo alfaquí».
Pero,
cuando siete años más tarde los Reyes Católicos volvieron a Granada, se asombraron
del aire tan musulmán que aún conservaba la ciudad, incluso en sus vestidos y
costumbres. Deciden entonces encomendar al Cardenal Cisneros la tarea de
persuadir con más dureza a la conversión, lo que éste llevó a cabo utilizando
medios de presión social, económica y a veces hasta física, incluyendo la
confiscación de libros de temas religiones vinculados con el Corán, que se
quemaron en la plaza pública. La nueva estrategia dio sus frutos y miles de musulmanes
se convirtieron y recibieron el agua del bautismo. Después sin embargo los
Reyes declararon que no eran esas sus disposiciones. Los historiadores
consideran que el Cardenal cumplió con exceso.
Los moriscos (palabra que deriva de moro)
fueron los musulmanes españoles que permanecieron en España, normalmente
convertidos y bautizados, aunque siempre se sospechó que en muchos casos de
manera aparente para evitar problemas.
Finalmente, tras 117 años de
difícil convivencia, Felipe III decretó en 1609 su expulsión. Se estima que en
ese momento la población morisca podía oscilar entre las 275.000 y 500.000
personas.