CARLOS III PROHÍBE EL BAILE EN EL INTERIOR DE LAS IGLESIAS (20 FEBRERO 1777)

       Por diversos motivos y circunstancias, durante muchos siglos algunas fiestas religiosas, especialmente las del Corpus Christi, y en alguna ocasión las de la Cruz, iban acompañadas, en su liturgia en el templo o en los desfiles procesionales, de espectáculos que incluían danzas y bailes, en una especie de mezcla y fusión de elementos religiosos y profanos.  

            Las fiestas de la Cruz pasaron pronto a la calle cristianizando los mayos y aun conservan generalmente esa escenografía. La festividad del Corpus sin embargo mantuvo durante mucho tiempo esa seña de identidad marcadamente festiva que algunos atribuyen a una interpretación literal de lo que el papa Urbano IV, en 1264, recomendaba en la bula en la que la instituyó: "Cante la fe, dance la esperanza, salte de gozo la caridad". Y así fue cómo, al tiempo que se empezaron a engalanar y alfombrarse de flores e hierbas aromáticas las calles por donde había de discurrir la procesión (costumbre que actualmente se mantiene), se asociaron a la festividad litúrgica una serie de curiosas diversiones populares como las tarascas, los carros sacramentales y las danzas en las que alegóricamente los vicios humanos, representados en forma grotesca mediante enanos, gigantes, águilas, serpientes, dragones, diablos, etc., se veían atacados y dominados por las virtudes cristianas.

El personaje más popular de todos ellos fue La Tarasca, que tiene su origen en el dragón que fue dominado por Santa Marta en la región francesa de Tarascón: cuando se disponía a devorar a la santa, esta hizo la señal de la cruz, le roció con agua bendita y la bestia se amansó. La tarasca formaba parte del cortejo eucarístico del Corpus como símbolo del paganismo que es evangelizado. A ella se unieron otros personajes populares como "el tarasquillo", que gastaba bromas a los espectadores y arrebataba las caperuzas a los distraídos; las "mojarillas", que era una pandilla de niños vestidos de diablillos y portadores de vejigas hinchadas con las que propinaban golpes al público; o los "moharracho" o "mamarracho". Dichos personajes seguían a los gigantes, que, en la catedral y en otros lugares, bailaban una danza que llevaba su nombre. "Cosa muy asentada es, por costumbre universal destos reinos de la Corona de Castilla -decían las Constituciones Sinodales de Sevilla de 1604-, que la fiesta propia del Santísimo Sacramento o Corpus Christi se celebre con gran solemnidad y regocijos exteriores de representaciones, danzas y otras cosas".
De andar por las calles en las vísperas del Corpus, las tarascas pasaron a formar parte del propio cortejo procesional, puestas en grandes carros rodantes al principio del mismo. La gente se divertía tanto con ellas que, al pasar el Santísimo, quedaba poco lugar para la devoción. Incluso muchos preferían ir siguiéndolas todo el tiempo.

            Estos espectáculos, bailes y danzas ya fueron prohibidos por el Consejo de Castilla en 1533. Cuenta Romualdo de Gelo que a finales del siglo XVII, el obispo aragonés, Jaime Palafox y Cardona, que, llegado a Sevilla desde una tierra tan diferente, no entendió el espíritu de la ciudad, pasó su pontificado de pleito en pleito con los Cabildos eclesiástico y secular para impedir todas estas manifestaciones, hasta que por fin consiguió en 1695 una Cédula firmada por el Presidente del Consejo Real de Carlos II, que prohibía la entrada en el templo de las danzas y tarascas y la participación en la procesión.
            El 12 de mayo de 1699 firmaba este monarca otra Real Cédula estableciendo que sólo los hombres formarían en las danzas; que no llevarían velos, ni mascarillas, ni sombreros delante del Santísimo Sacramento, sino guirnaldas o coronas de flores; que podrían bailar en la iglesia, pero no durante la misa u horas canónicas y en otros lugares que no fueran el presbiterio o el coro.
            El 20 de febrero de 1777 Carlos III dictaba una pragmática, exhortando a los obispos a que no permitieran “espectáculos que no sirven de edificación y pueden servir a la indevoción y al desorden en las procesiones de semana santa, Cruz de mayo, rogativas, ni en otras algunas” y encarecía que las fiestas y procesiones finalizaran “antes de ponerse el sol, para evitar los inconvenientes que pueden resultar de lo contrario”.
Fue el mismo Carlos III quien por Real Pragmática el 21 de junio de 1780,  dispuso definitivamente que "... en ninguna Iglesia de estos mis Reinos, sea Catedral, Parroquial, o Regular, haya en adelante tales danzas, ni gigantones, sino que cese del todo esta práctica en las procesiones y demás funciones eclesiásticas, como poco conviene a la gravedad y decoro que en ellas se requiere".

     De aquellas costumbres han quedado actualmente algunos vestigios: los “seises”, que cantan y bailan ante el Santísimo en la festividad del Corpus, por ejemplo, en Sevilla, o la “tarasca”, que sigue saliendo en procesión, en Granada.