CARLOMAGNO ES CORONADO "IMPERATOR AUGUSTUS" POR EL PAPA LEÓN III (25 DICIEMBRE 800)

       Carlos I el Grande, llamado Carlomagno, nació hacia 745 y murió en Aquisgrán el 28 de enero de 814. Fue rey de los francos desde 768 hasta su muerte y, desde que le así le coronó el papa León III, emperador del Sacro Imperio Romano.
       Hijo del rey Pipino (el Breve) y de Bertrada de Laon, sucedió a su padre y correinó con su hermano, Carlomán I hasta la muerte repentina y pronta de este, con lo que asumió el gobierno de todo el reino.
      Cuatro referencias básicas se pueden utilizar para describir su obra de gobierno.
    La primera es su enfrentamiento con los lombardos que dominaban aproximadamente sobre lo que hoy es Italia y que amenazaban al papa. Precisamente una de las razones que llevaron al pontífice a coronarlo emperador de lo que hoy llamaríamos Occidente, fue el agradecimiento a la protección que le brindó.
     Hacia el año 778, Carlomagno vio que en la franja sur de su imperio, en los Pirineos, había una zona peligrosa por la presencia islámica en la península Ibérica y por varios grupos independientes. Inició así una campaña para asegurar la región, que terminó en la batalla de Roncesvalles el 15 de agosto del 778, en la que se enfrentó a los vascones que habitaban dicha zona apoyados por los musulmanes. Los francos perdieron la batalla y muchos hombres, entre ellos su sobrino el conde Roldán, jefe de la retaguardia que en el viaje de regreso de la batalla fue objeto de una emboscada. Este suceso quedó inmortalizado en “La canción de Roldán”, un conjunto de cantares de gesta.
      Acabó controlando los pueblos de Europa al incorporar gran parte de Europa Occidental y Central, lo que justifica que se le considere el primer europeo. Luchó contra los pueblos eslavos, y tras una larga campaña logró someter a los sajones, obligándoles a convertirse al cristianismo e integrándoles en su reino; expandió los distintos reinos francos y conquistó Italia. Hoy día es considerado no sólo como el fundador de las monarquías francesas y alemana, que le nombran como Carlos I, sino también como el padre de Europa. Pierre Riché escribe: ...disfrutó de un destino excepcional, y por la dirección de su reinado, por sus conquistas, legislación y legendaria estatura, marcó profundamente la historia de Europa Occidental.
   Por su excepcional interés por la cultura, se ha asociado su reinado con el llamado Renacimiento carolingio.
      Su coronación como emperador por el papa León III el 25 de diciembre de 800 en Roma se produjo, además del apoyo al papa contra los lombardos, por la circunstancia de que el imperio de Oriente, que de alguna manera ejercía el poder político, estaba ocupado por una mujer, Irene (que había destronado a su hijo). En Constantinopla la coronación fue vista como un acto sacrílego. Sin embargo, en el verano de 802, el nuevo Emperador envió embajadores a Constantinopla proponiendo matrimonio a la emperatriz Irene. Para Irene pudo haber sido la oportunidad de su vida pero, según el cronista Teófanes, único que refiere la historia de esta negociación matrimonial, los planes de boda fueron frustrados por uno de los favoritos de la emperatriz. Irene acabó destronada por una conspiración.
      (Debido a la coincidencia de calificativo histórico, circula una broma sobre la relación entre Carlomagno y Alejandro Magno (Macedonia, 356 a.X.- 323 a.X.). mostrando una absoluta ignorancia histórica, se atribuye a algunos personajes públicos: “pues yo pensaba que eran hermanos”).
   Por si está interesado, esta es la descripción que de Carlomagno hizo su biógrafo Eginhardo y que ha pasado a todos los manuales que hablan de este emperador:
   Fue de cuerpo ancho y robusto, de estatura eminente, sin exceder la justa medida, pues alcanzaba siete pies suyos; de cabeza redonda en la parte superior, ojos muy grandes y brillantes, nariz poco más que mediana, cabellera blanca y hermosa, rostro alegre y regocijado; de suerte que estando de pie como sentado realzaba su figura con gran autoridad y dignidad. Y aunque la cerviz era obesa y breve y el vientre algún tanto prominente, desaparecía todo ello ante la armonía y proporción de los demás miembros. Su andar era firme, y toda la actitud de su cuerpo, varonil; su voz tan clara, que no respondía a la figura corporal. Gozó de próspera salud, menos en sus cuatro últimos años, pues entonces adoleció frecuentemente de fiebres, y al final, hasta cojeaba de un pie. Aun entonces se regía más por su gusto que por el parecer de los médicos, a quienes casi odiaba porque le aconsejaban que no comiera carne asada, según su costumbre, sino cocida. Hacía continuo ejercicio de cabalgar y cazar, lo cual le venía de casta, pues difícilmente habrá nación que en este arte venza a los francos. Deleitábase con los vapores de las aguas termales y ejercitaba su cuerpo con frecuencia en la natación, y lo hacía tan bien que nadie le aventajaba. Por eso construyó el palacio en Aquisgrán, y allí habitó los últimos años de su vida. Y no iba al baño con sus hijos, sino con los magnates y amigos y aun con otros subalternos y guardias suyos, de modo que algunas veces se bañaban con él cien y más hombres. Vestía a la manera de los francos: camisa de lino y calzones de lo mismo, túnica con pasamanos de seda; envolvía sus piernas con polainas de tiras, y en invierno protegía hombros y pecho con pieles de foca y de marta; llevaba sayo verdemar y siempre al cinto la espada, cuya empuñadura y talabarte eran de oro o de plata. También usaba a veces espada guarnecida de gemas, pero sólo en las grandes festividades y cuando venían embajadores extranjeros. Los trajes extraños, por hermosos que fuesen, los desechaba, de modo que sólo una vez, a petición del pontífice Adriano, y otra a ruegos del papa León, se vistió la larga túnica y la clámide y usó el calzado a la usanza romana. En las fiestas ostentaba vestidura entretejida de oro y calzado adornado de piedras preciosas, broche de oro en el manto y diadema cuajada de oro y perlas. En los demás días apenas se diferenciaba del uso común y plebeyo. En el comer y beber era templado, sobre todo en el beber, pues aborrecía la embriaguez en cualquiera, mucho más en sí y en los suyos. Del alimento no podía abstenerse mucho y aún se quejaba de que los ayunos le eran perjudiciales. Rarísimos eran sus banquetes, y sólo en las grandes festividades, pero entonces con gran número de convidados. Presentábanle en la mesa no más de cuatro platos, fuera del venado asado, que era lo que más le gustaba. Mientras comía le placía oír alguna música o alguna lectura. Leíansele historias y los hechos de armas de los antiguos. También le deleitaban los libros de San Agustín, principalmente los de La Ciudad de Dios. En el vino y en toda bebida era tan parco, que de ordinario no bebía más de tres veces durante la comida. En el verano, después de comer, tomaba alguna fruta con un trago y echaba una siesta de dos o tres horas, desnudándose como por la noche. Interrumpía el sueño nocturno despertándose cuatro o cinco veces, y hasta se levantaba. Recibía a sus amigos mientras se calzaba y vestía, y también, si se le decía que había un litigio pendiente, hacía entrar a los litigantes, dictaminando allí como si estuviera sentado en el tribunal.
    Y así describió la batalla de Roncesvalles:
   Marchó a Hispania con todas las fuerzas disponibles, y salvados los montes Pirineos, logró la sumisión de todas las fortalezas y castillos que encontró. Al regreso, en la misma cima de los Pirineos, tuvo que experimentar la perfidia de los vascones cuando el ejército desfilaba en larga columna, como lo exigían las angosturas del lugar. Los vascones emboscados en el vértice de la montaña, descolgándose de lo alto, empujaron al barranco a la columna que escoltaba la impedimenta que cerraba la marcha, provocando que los hombres se precipitasen al valle situado más abajo, y trabando la lucha los mataron hasta el último. Después de lo cual, apoderándose del botín, protegidos por la noche que caía, se dispersaron con gran rapidez. Ayudó a los vascones no sólo la ligereza de su armamento, sino también la configuración del lugar en que la suerte se decidía. A los francos, tanto la pesadez de su armamento como el estar en un lugar más bajo, les hizo inferiores en todo momento. Entre otros muchos perecieron el senescal Egiardo, el conde de palacio Anselmo y Roldán, prefecto de la Marca de Bretaña. Este fracaso no pudo ser vengado, porque los enemigos se dispersaron de tal manera que ni siquiera quedó rastro del lugar donde podían hallarse