ESPAÑA QUEDA ORGANIZADA POR UN REAL DECRETO DE 30 DE NOVIEMBRE DE 1833, EN UN ESTADO CENTRALIZADO CON 49 PROVINCIAS

Reinaba en calidad de regente, tras la muerte de Fernando VII y teniendo únicamente tres años la Princesa de Asturias, después como Isabel II y era jefe de Gobierno Francisco Cea Bermúdez. El secretario de Fomento, equivalente a lo que hoy se denomina Ministro, a quien se atribuye la paternidad del proyecto y al que dio nombre fue Javier de Burgos. El Real Decreto utilizaba la vieja denominación romana de provincia para distribuir todo el territorio español en demarcaciones que permitieran una mejor eficacia organizativa y funcional. Así España quedó configurada de manera administrativa y en cierto modo política (se habló desde el primer momento de un “jefe político” en cada territorio) en 49 provincias, que corresponden prácticamente a las actuales. Fue en 1929 cuando la provincia de Canarias se dividió en dos, alcanzándose así el número de la cincuenta.
  
            El antecedente más antiguo de esta división corresponde a los diferentes reinos que fueron conformándose en la Península en razón de la llamada Reconquista. Y el más cercano la influencia de los departamentos franceses a comienzos del siglo XIX con la invasión napoleónica que dividía el territorio en prefecturas (38) y subprefecturas (111). Las prefecturas recibirían nombres relativos a accidentes geográficos, fundamentalmente ríos y cabos. Esta división hacía tabla rasa de los condicionantes históricos, pero nunca llegó a entrar en vigor.
  
            En realidad, con algunas modificaciones, el proyecto que Javier de Burgos llevó a cabo es el de 1922.
            En esa fecha se aprobó, con carácter provisional, una división provincial de España en 52 provincias, agrupadas en 15 regiones. Algunas de ellas aparecen por primera vez, como las de Almería y Málaga (desgajadas del tradicional Reino de Granada), Huelva (del Reino de Sevilla), Calatayud o Logroño, y otras aparecen con nombre nuevo como Murcia o las Provincias Vascongadas.
            Se trataba de que esta división alcanzara a todo el país, sin excepciones, y fuera la demarcación única para las actividades administrativas, gubernativas, judiciales y económicas, según criterios de igualdad jurídica, unidad y eficacia.
            Ese proyecto se regía por criterios de población, extensión y coherencia geográfica, dejando los nombres históricos y prefiriéndose los de las ciudades capitales; modificaron los límites tradicionales de las provincias, configurando un mapa nuevo; eliminaron los enclaves de unas provincias en otras, si pertenecían a distintos reinos, pero se conservaron cuando habían formado parte del mismo.
            Este proyecto, llamado genéricamente el de 1822, generó intensos debates por el número de provincias y la capitalidad, pero no dejaron de ser cuestiones menores y acabó por perfilarse definitivamente. Sin embargo por razones ajenas al mismo, por haberse modifica la orientación política general del país, nunca llegó a entrar en vigor. Su valor fue servir de borrador casi completo del de 1833, que conservó las líneas generales previstas.
  
            El proyecto aprobado por el Real Decreto de 1833, que se recuerda este día 30 de noviembre y que es el que, en términos generales, sigue vigente en España, era por tanto en sus líneas generales el mismo que estaba previsto que entrara en vigor en 1822.
            Algunos de los criterios que se utilizaron para su desarrollo fueron: (1) el de extensión (desde el punto más alejado de la provincia debería poder llegarse a la capital en un día); (2) población (las provincias deberían tener una población entre 100.000 y 400.000 personas); y (3) coherencia geográfica. Las provincias recibieron el nombre de sus capitales (excepto cuatro de ellas, que conservaron sus antiguas denominaciones: Navarra, con capital en Pamplona, Álava con Vitoria, Guipúzcoa con San Sebastián y Vizcaya con Bilbao).
  
            El mismo decreto que creó la división provincial agrupó a las provincias en "regiones históricas". Pero ello no supuso en ningún caso la existencia de algún nivel administrativo superior al provincial. Por eso las regiones definidas no tenían ningún sentido político ni administrativo ni gozaban de algún tipo de gobierno: era simplemente una manera de clasificar y agrupar las provincias.