DESTRUCCIÓN DE POMPEYA Y HERCULANO (24 AGOSTO 79)

El día 24 de agosto del año 79, en la bahía de Nápoles, siendo Tito el emperador de Roma, el volcán Vesubio entró en erupción. La última vez que se había producido un acontecimiento de ese calibre hacía más de mil años y según dicen los expertos parece que en aquella oportunidad había resultado inocuo el suceso, por lo que los habitantes de las ciudades desconocían el peligro en el que se hallaban. La columna eruptiva se elevó a una altura de unos treinta y cinco kilómetros y debió liberar una fuerza quinientas veces superior a la de la bomba atómica de Hiroshima, sepultando bajo el fuego y las cenizas principalmente a dos ciudades de la región de la Campania: Pompeya, una población de alrededor de 12.000 habitantes y Herculano, más pequeña pero más rica. Muchos de sus habitantes perecieron y la ceniza modeló sus cuerpos con la postura que éstos tenían en el momento de morir. Cuando fueron redescubiertas, estaban intactas hasta el punto de que se han podido averiguar con minuciosidad todos los detalles de su estructura urbana y de su forma de vida. Las excavaciones han permitido conocer escenas de la vida cotidiana. Como, por ejemplo, en el momento de la erupción estaban próximas unas elecciones para ocupar cargos públicos y los más ricos de la ciudad habían destinado dinero para la reparación de templos y otros edificios públicos, intentando ganarse así el voto popular, varios de estos edificios conservan placas en honor de sus reparadores. Como durante las excavaciones se habían hallado huecos en la ceniza que habían contenido restos humanos, en el siglo XIX el arqueólogo italiano G. Fiorelli sugirió rellenar estos huecos con yeso obteniendo así moldes que mostraban con gran precisión el último momento de la vida de los ciudadanos que no pudieron escapar a la erupción. En algunos de ellos la expresión de terror es claramente visible. Otros se afanan en tapar su boca o la de sus seres queridos con pañuelos o vestidos tratando de no inhalar los gases tóxicos, y alguno se aferra con fuerza a sus joyas y ahorros. Tampoco falta quien prefirió ahorrarse el tormento quitándose la vida, conservándose su cuerpo junto a pequeñas botellitas que contenían veneno. Los perros guardianes seguían encadenados a las paredes de las casas de sus amos, al igual que los gladiadores del anfiteatro (en este último caso, acompañados de una misteriosa mujer cargada con todas sus joyas de gala). Incluso se han recuperado hasta mulas atrapadas en sus pesebres junto a los molinos que hacían girar. Las primeras excavaciones sistemáticas que se llevaron a cabo en la zona se hicieron en el siglo XVIII auspiciadas por el rey Carlos VII de Nápoles, futuro Carlos III de España. El personaje más principal que perdió la vida en ese suceso fue Plinio, el Viejo, eminente sabio y naturalista. Cuando se produce la erupción se encontraba en Miseno en el golfo de Nápoles pero, queriendo observar el fenómeno de más cerca y deseando socorrer a algunos de sus amigos que se encontraban en dificultades sobre las playas de la bahía, la atravesó con sus galeras llegando a la otra parte, donde murió, según su sobrino por la inhalación de venenos, a la edad de 56 años. Su sobrino, Plinio el Joven, que se encontraba con él en Miseno y decidió no acompañarle para quedarse estudiando unos temas que le había encargado precisamente su tío, relata el suceso en una famosa carta remitida al historiador Tácito, que se ha conservado: Se encontraba en Miseno al mando de la flota. El 24 de agosto, como a la séptima hora, mi madre le hace notar que ha aparecido en el cielo una nube extraña por su aspecto y tamaño. Él había tomado su acostumbrado baño de sol, había tomado luego un baño de agua fría, había comido algo tumbado y en aquellos momentos estaba estudiando; pide el calzado, sube a un lugar desde el que podía contemplarse mejor aquel prodigio. La nube surgía sin que los que miraban desde lejos no pudieran averiguar con seguridad de qué monte (luego se supo que había sido el Vesubio), mostrando un aspecto y una forma que recordaba más a un pino que a ningún otro árbol. Pues tras alzarse a gran altura como si fuese el tronco de un árbol larguísimo, se abría como en ramas; yo imagino que esto era porque había sido lanzada hacia arriba por la primera erupción; luego, cuando la fuerza de esta había decaído, debilitada o incluso vencida por su propio peso se disipaba a lo ancho, a veces de un color blanco, otras sucio y manchado a causa de la tierra o cenizas que transportaba. A mi tío, como hombre sabio que era, le pareció que se trataba de un fenómeno importante y que merecía ser contemplado desde más cerca... Luego, las llamas y el olor del azufre, anuncio de que el fuego se aproximaba, ponen en fuga a sus compañeros, a él en cambio le animan a seguir. Apoyándose en dos jóvenes esclavos pudo ponerse en pie, pero al punto se desplomó, porque, como yo supongo, la densa humareda le impidió respirar y le cerró la laringe, que tenía de nacimiento delicada y estrecha y que con frecuencia se inflamaba. Cuando volvió el día (que era el tercero a contar desde el último que él había visto), su cuerpo fue encontrado intacto, en perfecto estado y cubierto con la vestimenta que llevaba: el aspecto de su cuerpo más parecía el de una persona descansando que el de un difunto. Como puede observarse, también la erupción ha sido descrita en esa carta. De ahí que en la vulcanología antigua se haya denominado erupción plínica a la erupción violenta de un volcán con proyección en altura de materiales pulverizados formando un penacho con figura de sombrilla.