LA CORTE ESPAÑOLA VUELVE A MADRID TRAS PERMANECER UN TIEMPO EN VALLADOLID (4-03-1606)

   En la época de Carlos I la Corte solía residir en Valladolid. “Villa por villa, Valladolid es Castilla”, se decía y cantaba. Fue Felipe II el que decidió, en 1559, trasladarla a Madrid.
Sin embargo su hijo, Felipe III (1598-1621), instigado por su valido, el duque de Lema, pensó volver a Valladolid. (Los historiadores aseguran que el único motivo que le llevaba al Duque a este cambio de sede era promover sus negocios: su nepotismo (favorecer a sus familiares hasta el impudor) y su inmensa avaricia han pasado a ser memorables).
   Los responsables madrileños, enterados de esa posibilidad, trataron de evitarla por todos los medios a su alcance pues se derivarían grandes pérdidas para su prestigio y economía. De la misma forma los munícipes vallisoletanos, entusiasmados por ese proyecto y halagados por verse de nuevo favorecidos por la Corte, se esforzaban porque así fueran las cosas. Tras una estancia de los reyes en Valladolid en junio de 1600, en la que fueron agasajados de manera ostentosa al tiempo que los vallisoletanos ofrecían al duque incluso el cargo de regidor, Felipe III regresó a Madrid pero el 10 de enero de 1601 se anunció oficialmente el traslado de la Corte a Valladolid.
   Al día siguiente salieron para su nueva resistencia, llegando a su destino el 9 de febrero, donde les fueron entregados los honores, tributos y donaciones prometidas y el duque de Lerma hizo sus grandes negocios recibiendo donaciones de los vallisoletanos y rentas que el rey le adjudicó, y comprando y vendiendo lo que hoy diríamos bienes inmobiliarios, como, por ejemplo, el palacio de Camarasa que era el mejor de Valladolid.
   Grandes y muy afamadas fueron las fiestas, jolgorios y espectáculos que se organizaron desde ese momento pasando el rey la mayor parte de su tiempo ocupado en ellos.
(Conviene recordar que Felipe III, del que el embajador de Venecia dijo que era capaz para los negocios y los entendía, había depositado totalmente la gestión del reino en su valido u hombre de confianza plena: el duque de Lerma, que desde principio ya se encargó de cultivar en el rey su gusto por placeres como la caza, la danza, las corridas de toros y espectáculos con animales, la equitación… y hasta los juegos de cartas, en que pasaba casi todo su tiempo, con tal de que no gobernarse y le cediese todo el poder. Y así fue. Por eso en Valladolid la vida real siguió las mismas prácticas que mientras estuvo en Madrid).
   No obstante, a pesar de lo bien que transcurría todo el negocio de unos y otros y las diversiones de los reyes, a principios del año 1606 empezaron a correr rumores de que la Corte podría regresar a Madrid. Efectivamente, una comisión formada por el corregidor y varios regidores madrileños se había entrevistado con el rey proponiéndole la vuelta a una ciudad más amplia y capaz, más céntrica y hasta más sana, al tiempo que le ofrecían “servirle” con 250.000 ducados en diez años y la sexta parte de los alquileres de las casas durante ese mismo período. Es necesario saber que la ciudad de Valladolid, con unos 75.000 habitantes, tenía muchas dificultades urbanísticas para recibir y alojar a todo el aparato que llevaba consigo la Corte, hasta el punto de que hubo de pensarse si llevar algunas dependencias a localidades cercanas. Esta situación además provocaba demasiadas aglomeraciones y muchos inconvenientes para la vida de cada día.
El rey accedió y el 4 de marzo de 1606 salió de Valladolid camino de Madrid.
   (Es interesante recordar dos detalles. El primero, que prácticamente hasta la Edad moderna, las Cortes solían ser itinerantes en el sentido de que iban allá a donde marchaba el rey y permanecían con igual criterio.
El segundo aspecto a destacar es que lo que llamamos Corte referido a aquellos tiempos estaba constituido por una muchedumbre de personas que incluían desde los políticos y ayudantes cercanos a los reyes, escribanos y demás responsables de la gestión administrativa, los profesionales de toda clase de servicios (médicos, barberos, carpinteros…) hasta el tropel de personajes que vivían a su costa: artistas, escritores, comediantes… y usureros y maleantes. Todo ese tropel se desplazaba de un sitio para otro al albur de lo que decidían los reyes en función de las conveniencias e intereses del reino y los suyos propios).