Aunque se
sabe que en muy escasas ocasiones una fecha, un día o una hora son definitivos
en la vida de un pueblo o de una sociedad, sin embargo sí que nos son
necesarios estos datos como puntos de referencia para entendernos cuando nos
ocupamos de la historia y saber de lo que estamos hablando.
Que el
Imperio Romano estaba al límite de su existencia se sabía sobradamente desde
que los diferentes pueblos nórdicos y germánicos (que los romanos llamaban
bárbaros es decir extranjeros) se enseñoreaban de su fuerza y habían tomado
prácticamente la mayor parte de su territorio. Y especialmente desde que el
visigodo Alarico, en el año 410, había asaltado y saqueado nada menos que Roma.
Hacía unos
pocos años desde que el emperador Teodosio había dividido el imperio en dos
partes, asignándole cada una a uno de sus hijos: el Occidente con capital en
Roma y el Oriente, que luego se llamaría Imperio Bizantino, con capital en Constantinopla (hoy Estambul),
y los diferentes pueblos godos eran una amenaza permanente para la parte
occidental porque iban adueñándose de regiones y demarcaciones, desmembrando
cada vez más el propio imperio.
Así las
cosas, tras haber superado la invasión de Atila, en el año 475 fue nombrado
emperador (en realidad elegido por su padre, un noble romano) Rómulo Augústulo
pero ese era ya un título del todo devaluado. Tan es así que Odoacro, rey de
los hérulos, uno de los muchos pueblos germánicos que ya habían invadido el
imperio hacía un par de siglos y que provenían de Escandinavia, le depuso de su
cargo y decidió enviar las insignias del Imperio al emperador de Oriente Zenón,
declarando que en adelante gobernaría Italia como un lugarteniente suyo.
Convencionalmente
se entiende que en ese momento termina, con el Imperio Romano de Occidente, la que
llamamos Edad Antigua y empieza la Edad Media, a la que se le da la duración de
diez siglos, justamente hasta el momento en el que los turcos toman
Constantinopla y acaban con el Imperio de Oriente.