Hijo del rey Pipino (el Breve) y de
Bertrada de Laon, sucedió a su padre y correinó con su hermano, Carlomán I
hasta la muerte repentina y pronta de este, con lo que asumió el gobierno de
todo el reino.
Cuatro referencias básicas se pueden
utilizar para describir su obra de gobierno.
La primera es su enfrentamiento con
los lombardos que dominaban aproximadamente sobre lo que hoy es Italia y que
amenazaban al papa. Precisamente una de las razones que llevaron al pontífice a
coronarlo emperador de lo que hoy llamaríamos Occidente, fue el agradecimiento
a la protección que le brindó.
Hacia el año 778, Carlomagno vio que
en la franja sur de su imperio, en los Pirineos, había una zona peligrosa por
la presencia islámica en la península Ibérica y por varios grupos
independientes. Inició así una campaña para asegurar la región, que terminó en
la batalla de Roncesvalles el 15 de agosto del 778, en la que se enfrentó a los
vascones que habitaban dicha zona apoyados por los musulmanes. Los francos
perdieron la batalla y muchos hombres, entre ellos su sobrino el conde Roldán,
jefe de la retaguardia que en el viaje de regreso de la batalla fue objeto de
una emboscada. Este suceso quedó inmortalizado en “La canción de Roldán”, un
conjunto de cantares de gesta.
Acabó controlando los pueblos de
Europa al incorporar gran parte de Europa Occidental y Central, lo que
justifica que se le considere el primer europeo. Luchó contra los pueblos
eslavos, y tras una larga campaña logró someter a los sajones, obligándoles a
convertirse al cristianismo e integrándoles en su reino; expandió los distintos
reinos francos y conquistó Italia. Hoy día es considerado no sólo como el
fundador de las monarquías francesas y alemana, que le nombran como Carlos I,
sino también como el padre de Europa. Pierre Riché escribe: ...disfrutó de un
destino excepcional, y por la dirección de su reinado, por sus conquistas,
legislación y legendaria estatura, marcó profundamente la historia de Europa
Occidental.
Por su excepcional interés por la
cultura, se ha asociado su reinado con el llamado Renacimiento carolingio.
Su coronación como emperador por el papa
León III el 25 de diciembre de 800 en Roma se produjo,
además del apoyo al papa contra los lombardos, por la circunstancia de que el
imperio de Oriente, que de alguna manera ejercía el poder político, estaba ocupado
por una mujer, Irene (que había destronado a su hijo). En Constantinopla la
coronación fue vista como un acto sacrílego. Sin embargo, en el verano de 802,
el nuevo Emperador envió embajadores a Constantinopla proponiendo matrimonio a
la emperatriz Irene. Para Irene pudo haber sido la oportunidad de su vida pero,
según el cronista Teófanes, único que refiere la historia de esta negociación
matrimonial, los planes de boda fueron frustrados por uno de los favoritos de
la emperatriz. Irene acabó destronada por una conspiración.
(Debido a la coincidencia de
calificativo histórico, circula una broma sobre la relación entre Carlomagno y
Alejandro Magno (Macedonia, 356 a.X.- 323 a.X.). mostrando una absoluta
ignorancia histórica, se atribuye a algunos personajes públicos: “pues yo
pensaba que eran hermanos”).
Por si está interesado, esta es la descripción que de
Carlomagno hizo su biógrafo Eginhardo y que ha pasado a todos los manuales que
hablan de este emperador:
Fue de cuerpo ancho y robusto, de estatura eminente, sin exceder
la justa medida, pues alcanzaba siete pies suyos; de cabeza redonda en la parte
superior, ojos muy grandes y brillantes, nariz poco más que mediana, cabellera
blanca y hermosa, rostro alegre y regocijado; de suerte que estando de pie como
sentado realzaba su figura con gran autoridad y dignidad. Y aunque la cerviz
era obesa y breve y el vientre algún tanto prominente, desaparecía todo ello
ante la armonía y proporción de los demás miembros. Su andar era firme, y toda
la actitud de su cuerpo, varonil; su voz tan clara, que no respondía a la
figura corporal. Gozó de próspera salud, menos en sus cuatro últimos años, pues
entonces adoleció frecuentemente de fiebres, y al final, hasta cojeaba de un
pie. Aun entonces se regía más por su gusto que por el parecer de los médicos,
a quienes casi odiaba porque le aconsejaban que no comiera carne asada, según
su costumbre, sino cocida. Hacía continuo ejercicio de cabalgar y cazar, lo
cual le venía de casta, pues difícilmente habrá nación que en este arte venza a
los francos. Deleitábase con los vapores de las aguas termales y ejercitaba su
cuerpo con frecuencia en la natación, y lo hacía tan bien que nadie le
aventajaba. Por eso construyó el palacio en Aquisgrán, y allí habitó los
últimos años de su vida. Y no iba al baño con sus hijos, sino con los magnates
y amigos y aun con otros subalternos y guardias suyos, de modo que algunas
veces se bañaban con él cien y más hombres. Vestía a la manera de los francos:
camisa de lino y calzones de lo mismo, túnica con pasamanos de seda; envolvía
sus piernas con polainas de tiras, y en invierno protegía hombros y pecho con
pieles de foca y de marta; llevaba sayo verdemar y siempre al cinto la espada,
cuya empuñadura y talabarte eran de oro o de plata. También usaba a veces
espada guarnecida de gemas, pero sólo en las grandes festividades y cuando
venían embajadores extranjeros. Los trajes extraños, por hermosos que fuesen,
los desechaba, de modo que sólo una vez, a petición del pontífice Adriano, y
otra a ruegos del papa León, se vistió la larga túnica y la clámide y usó el
calzado a la usanza romana. En las fiestas ostentaba vestidura entretejida de
oro y calzado adornado de piedras preciosas, broche de oro en el manto y
diadema cuajada de oro y perlas. En los demás días apenas se diferenciaba del
uso común y plebeyo. En el comer y beber era templado, sobre todo en el beber,
pues aborrecía la embriaguez en cualquiera, mucho más en sí y en los suyos. Del
alimento no podía abstenerse mucho y aún se quejaba de que los ayunos le eran
perjudiciales. Rarísimos eran sus banquetes, y sólo en las grandes
festividades, pero entonces con gran número de convidados. Presentábanle en la
mesa no más de cuatro platos, fuera del venado asado, que era lo que más le
gustaba. Mientras comía le placía oír alguna música o alguna lectura. Leíansele
historias y los hechos de armas de los antiguos. También le deleitaban los
libros de San Agustín, principalmente los de La Ciudad de Dios. En el vino y en
toda bebida era tan parco, que de ordinario no bebía más de tres veces durante
la comida. En el verano, después de comer, tomaba alguna fruta con un trago y
echaba una siesta de dos o tres horas, desnudándose como por la noche.
Interrumpía el sueño nocturno despertándose cuatro o cinco veces, y hasta se
levantaba. Recibía a sus amigos mientras se calzaba y vestía, y también, si se
le decía que había un litigio pendiente, hacía entrar a los litigantes,
dictaminando allí como si estuviera sentado en el tribunal.
Y así describió la batalla
de Roncesvalles:
Marchó
a Hispania con todas las fuerzas disponibles, y salvados los montes Pirineos,
logró la sumisión de todas las fortalezas y castillos que encontró. Al regreso,
en la misma cima de los Pirineos, tuvo que experimentar la perfidia de los
vascones cuando el ejército desfilaba en larga columna, como lo exigían las
angosturas del lugar. Los vascones emboscados en el vértice de la montaña,
descolgándose de lo alto, empujaron al barranco a la columna que escoltaba la
impedimenta que cerraba la marcha, provocando que los hombres se precipitasen
al valle situado más abajo, y trabando la lucha los mataron hasta el último.
Después de lo cual, apoderándose del botín, protegidos por la noche que caía,
se dispersaron con gran rapidez. Ayudó a los vascones no sólo la ligereza de su
armamento, sino también la configuración del lugar en que la suerte se decidía.
A los francos, tanto la pesadez de su armamento como el estar en un lugar más
bajo, les hizo inferiores en todo momento. Entre otros muchos perecieron el
senescal Egiardo, el conde de palacio Anselmo y Roldán, prefecto de la Marca de
Bretaña. Este fracaso no pudo ser vengado, porque los enemigos se dispersaron
de tal manera que ni siquiera quedó rastro del lugar donde podían hallarse