Con el
descubrimiento de la imprenta y el perfeccionamiento de las técnicas de
impresión y divulgación de libros en Alemania, en la segunda mitad del siglo
XV, el panorama de las publicaciones se transformó de manera considerable y
definitiva, dejando arrinconado al manuscrito, sistema de transmisión que venía
siendo utilizado mayoritariamente pero que solo estaba al alcance de unos
elegidos. Esta circunstancia modificó sustancialmente el sistema de transmisión
de textos y escritos, permitiendo mejoras como portada con el nombre del autor,
lugar y fecha de edición, índice, formatos más agradables y de menor tamaño y
peso, ilustraciones grabadas, tipografía variada... Todo ello produjo un cambio
radical en las estructuras culturales, haciendo disminuir considerablemente,
por ejemplo, el analfabetismo y que el libro adquiriese un nuevo estatus social
y su uso se extendiese, al principio, por los países germánicos y luego por todo
el mundo.
Este
cambio en el panorama del saber y del conocimiento, consecuencia del uso
generalizado y masivo de obras y textos escritos y del acceso universal a los
instrumentos de expresión cultural empezó a inquietar los sectores más conservadores
y vigilantes del mundo social y en especial de los representantes más
significativos de la jerarquía católica, además, en un momento en el que
estaban en plena ebullición las guerras de religión derivadas de la Reforma y
la Contrarreforma. Valga la referencia cómo, una vez consolidados las nuevas
lenguas básicamente derivados del latín, la Iglesia debatía si las Sagradas
Escrituras podían traducirse y divulgarse en los idiomas vernáculos o sólo en
sus originales. En Alemania, Lutero fue uno de los primeros que consiguió
imprimir libros y folletos al servicio de la Reforma.
Así ya los
papas Inocencio VIII (1484-1492) y Alejandro VI (1492-1503) enviaron
instrucciones a los obispos alemanes para que controlaran los contenidos
impresos y a continuación el Concilio de Letrán V (mayo de 1512 a marzo de
1517) estableció formalmente la censura eclesiástica. Pero fue el papa Paulo IV
(1555-1559) el que en 1559 creó el primer “Índice”, por cierto de un rigor
extremo. Este establecía tres categorías: obras completas de determinados
autores (principalmente protestantes, pero también católicos como Erasmo de
Rotterdam); obras determinadas de algunos autores; y obras anónimas,
subterfugio que algunos autores utilizaban para eludir las condenas. Y además
condenó a 59 impresores con cualquier obra que saliera de sus instalaciones.
Pero tanto
rigor no convenció a su sucesor el papa Pío IV, (1559-1565) enemigo declarado
de su antecesor cuya extrema dureza condenaba, que el 24 de marzo de 1564 emite
la Constitución “Divini Gregis” por la que publica el Índice de Libros
prohibidos que, junto con el anterior, son los primeros que se publican con
carácter oficial para toda la Iglesia universal.
Entre
fines del siglo XVI (1590) y mediados del siglo XX (1948) se han publicado 30
índices de libros prohibidos: 3 en el siglo XVI, 3 en el XVII, 7 en el XVIII, 6
en el XIX y 11 en el XX. De este índice romano se imprimieron alrededor de 300
ediciones, hasta su eliminación en 1966.
A modo de
referencia se pueden citar algunos autores incluidos en este índice: Balzac,
Anatole France, David Hume, Emile Zola, Stendhal y Voltaire; además obras de
Copérnico, Galileo Galilei, Blas Pascal, Rabelais, Montaigne, Maquiavelo,
Jean-Jacques Rousseau (El contrato social), Immanuel Kant, John Stuart Mill
(Principios de Economía Política) y Victor Hugo (Los miserables). También se
prohibieron libros anónimos como El Lazarillo de Tormes y obras colectivas de
consulta como la Enciclopedia Larousse Además, se prohibió la lectura de la
Biblia traducida del latín a las lenguas maternas, salvo en casos excepcionales
en que hubiese una autorización especial. Kepler, que defendió en 1618 el
heliocentrismo de Copérnico, fue a su vez incluido en el Índice.
Las diversas categorías de los libros
prohibidos se hallan enumeradas en las 16 reglas que, a partir de 1640, figuran
en los índices de libros prohibidos de España, que pueden resumirse en cuatro
grupos: el primero contempla las obras contrarias a la fe católica, es decir
los escritos heréticos que se ocupan de los dogmas y la moral cristiana; en
este apartado se incluyen los textos de la Sagrada Escritura con corte
polémico, escritos en lengua vulgar. El segundo grupo abarca las obras que
tratan sobre nigromancia y astrología que fomentan la superstición y los falsos
valores morales; en este apartado se hallan también los libros que tratan cosas
lascivas y de amores que dañan directamente las costumbres cristianas. El
tercer grupo contempla todas las obras publicadas sin nombre del autor,
impresor y sin señalar el lugar y la fecha de edición, y que contengan
doctrinas dañinas para la fe y moral cristiana. Finalmente, el cuarto grupo
comprende a las obras completas o fragmentos de ellas, y que atentan contra la
buena reputación del prójimo, sean eclesiásticos o civiles.
Las
restricciones sin embargo impuestas por la Iglesia con frecuencia fueron
traspasadas por la simple razón de la imposibilidad de poner puertas al campo.
No obstante muchos y selectos autores pasaron auténticos calvarios y
persecuciones por razón de sus publicaciones con penas económicas, de cárcel,
destierro y hasta la muerte.
En lo
relativo a la posesión de libros prohibidos en ciertos casos hubo licencias y
autorizaciones para retenerlos en custodia, por ejemplo, en los conventos
autorizados. En ese caso se guardaban separados del resto en un lugar conocido
como “infiernillo”.
Esta
prohibición, como lista oficial y la excomunión que implicaba su lectura, fue
abandonada el 14 de junio de 1966, bajo el papado de Pablo VI, al final del
Concilio Vaticano II. No obstante, dos artículos del Código de Derecho Canónico
(incluidos al final) hacen referencia a esta cuestión.
De todas
maneras siempre las religiones y los poderes dominantes han tratado de
controlar el acceso de los ciudadanos (ante, súbditos) al conocimiento. Por
citar algunos ejemplos, en el antiguo Egipto, , los escribas, como dominadores
del lenguaje escrito, constituían una muy alta clase de funcionarios que se
cuidaban de ocultar al pueblo los secretos de su escritura. Aunque en este caso la censura era
voluntaria, en los hechos de los Apóstoles se narra que en Éfeso bastantes de
los que habían profesado las artes mágicas traían sus libros y los quemaban en
público. El emperador Constantino I decretó en 325 que los escritos del
considerado hereje Arrio fueran quemados y quienes encubrieran el texto fueran
sentenciados a muerte. Y sobre la biblioteca de Alejandría se cuenta en los escritos
de bastantes autores árabes antiguos que el califa Omar, en respuesta una
consulta que recibió, emitió una sentencia diciendo que “con relación a los
libros que mencionas, aquí está mi respuesta. Si los libros contienen la misma
doctrina del Corán, no sirven para nada porque repiten; si los libros no están
de acuerdo con la doctrina del Corán, no tiene caso conservarlos”. Visto lo
cual, ya es fácil suponer el destino de la biblioteca.
La quema
de libros, su selección y posterior destrucción, la censura en definitiva de
los textos escritos, salvo excepciones muy singulares y significativas, ha
sido, y es una actitud y una tarea constante y permanente a lo largo de la
historia en prácticamente todas las culturas y todos los momentos históricos.
Con unos u otros motivos, unas u otras excusas, bien o malintencionadas,
siempre ha habido personas e instituciones dispuestas a esta faena y este
quehacer. De ello se ha escrito mucho y se han hecho incluso películas.
Puede
terminar este artículo recordando cómo en el capítulo 6 del Quijote, el cura y
el barbero mandan tapiar el aposento donde está la librería de don Quijote y
hacen una hoguera en el corral a la que arrojan, ayudados diligentemente por el
ama, los libros de caballerías y otras obras de otros géneros literarios que
han causado la locura del hidalgo. Pero ya Cervantes había tenido que suprimir
del Quijote, entre otras, la frase «…las obras de caridad que se hacen tibia y
flojamente no tienen mérito ni valen nada». (P.t. JCL)
Addenda. Código de Derecho Canónico:
831
1-Sin causa justa y razonable, no escriban nada los fieles
en periódicos, folletos o revistas que de modo manifiesto suelen atacar a la
religión católica o las buenas costumbres; los clérigos y los miembros de institutos
religiosos sólo pueden hacerlo con licencia del Ordinario del lugar
2-Compete a la Conferencia Episcopal dar normas acerca de
los requisitos necesarios para que clérigos o miembros de institutos religiosos
puedan tomar parte en emisiones de radio o de televisión en las que se trate de
cuestiones referentes a la doctrina católica o a las costumbres.
832
Los
miembros de institutos religiosos necesitan también licencia de su Superior
mayor, conforme a la norma de las constituciones, para publicar escritos que se
refieran a cuestiones de religión o de costumbres.
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